miércoles, 12 de octubre de 2011

LA NORMA Y SUS LAGUNAS

Los traductores ante la norma y sus lagunas
Ricardo Soca (Conferencia pronunciada en el I Congreso del Colegio de Traductores Públicos del Uruguay, el 9 de septiembre de 2011)
Vine a conversar con ustedes hoy sobre un tema que atañe a todos los trabajadores de la lengua: traductores, intérpretes, correctores de estilo, periodistas, escritores. Es la actitud a adoptar ante la normativa prescriptiva y sobre todo, ante las fallas de la normativa académica que no son pocas.
Y no me estoy refiriendo al trabajo magnífico que han llevado a cabo Ignacio Bosque y su equipo, con la NGLE, sino a otros dos puntos: las lagunas que se advierten en la mayoría de las obras académicas y a los errores y contradicciones en que se incurre por la aplicación del principio de autoridad a una labor que debería ser científica, como iremos viendo en los próximos minutos.
Cada vez que se enfrenta a una nueva tarea, el traductor se ve ante un doble desafío: el primero es llevar a cabo una traducción fiel y correcta de acuerdo con la llamada norma culta, que es la que se le exige y, en segundo lugar, lograr que su trabajo, además de ser fiel y correcto, satisfaga a un cliente que en general no conoce la norma lingüística pero, como hablante, sabe del uso real de la lengua.
En ese sentido, la norma suele ser un apoyo que le permite al traductor fundamentar sus decisiones en un texto, respaldado por una autoridad.
Y en esa situación tropezamos muchas veces con el concepto de la pureza de la lengua, que algunos profesionales consideran un sello de calidad de su trabajo.
Yo quisiera detenerme un poco en esta idea de pureza para destacar el hecho de que se trata de un concepto anómalo, anticientífico, ajeno a la lengua y a la lingüística.
Todos aquí conocemos el lema que ostenta la Academia Española en su escudo: Limpia, fija y da esplendor, creado en su fundación hace casi trescientos años. Los académicos se apresuran a aclarar que ese lema se ha mantenido por razones meramente históricas, de tradición. Los conocimientos sobre la historia de las lenguas se empezaron a desarrollar en el siglo en el siglo XIX y se consolidaron en el XX, de modo que cuando se adoptó este lema se sabía muy poco sobre la evolución histórica de las lenguas.
Últimamente por razones de política lingüística del Estado español, una política que empezó con los Reyes Católicos, lo han cambiado a Unifica, limpia y fija.

¿Qué significa esta idea? Lo de unificar el idioma obedece a una necesidad de las empresas españolas, principalmente las que operan en América Latina. Me limito a mencionarlo porque es un tema en el que no puedo detenerme en este momento, pero la idea de unificar ha estado presente históricamente en las políticas lingüísticas de muchos estados. Ahora, la idea de limpiar la lengua y la idea de fijar la lengua son aberrantes desde el punto de vista de la Lingüística.
Sin embargo, los puristas, que en pleno siglo XXI es posible encontrar en todas las profesiones de la lengua, se apoyan en este lema para enarbolar la idea de un español puro, correcto, inamovible y lo defienden de la contaminación por parte de lenguas extranjeras.
Bueno, contaminación es otra categoría acientífica y totalmente ajena a la lengua; las lenguas son intrínsecamente impuras. Las lenguas puras no existen y tal vez el español sea una de las más impuras de todas. Desde su origen conocido.
Desde cierto punto de vista se podría decir que el castellano no es una lengua derivada del latín, es, en sentido lato, latín en un estado de lengua que corresponde al siglo XXI.

El latín de Virgilio, el de san Jerónimo, el protorromance de finales del primer milenio, el español del Cid, el de Cervantes, el de Lope y el que hablamos nosotros hoy son diferentes estados de una misma lengua que fue cambiando a lo largo de los siglos sin solución de continuidad.

El latín de los clásicos ya era una lengua impura, como todas las lenguas: una mezcla de elementos oscoúmbros, etruscos y griegos, entre otros. Esto quiere decir que el latín, o la lengua romance que hablamos nosotros, en un estado de lengua que se llama español del siglo XXI y sus variantes, sufrió las más diversas influencias a lo largo de los últimos 2.000 años. Pero no es el estado final ni definitivo, como algunos parecen creer.
Hacia el siglo V de nuestra era, aquel latín ibérico que ya empezaba a diferenciarse de otros latines hablados en el resto de lo que había sido el imperio, sufre nuevas influencias extranjeras con la llegada de los invasores germánicos. Nombres propios españolísimos hoy, como Gonzalo, Fernando, Rodrigo, Elvira y muchos otros son en realidad adaptaciones ibéricas de los nombres germánicos Gundisalvus, Fridenandus, Rodericus, Gelovira.
Cuando usamos palabras como bandera, ropa, guerra, ganso, gavilán, guante, guardián, espuela estamos empleando palabras de origen extranjero, vocablos que no existían en la Península hasta la llegada de los germánicos.
Los invasores godos, que en realidad nunca llegaron al cinco por ciento de la población ibérica se incorporaron rápidamente, en términos históricos, a la cultura ibérica y centenas de extranjerismos como los que mencioné se incorporaron sin mayores traumas al caudal léxico del protorromance ibérico.
Pero ya en el siglo VI ocurre otro fenómeno histórico que volvería a cambiar la cara de la lengua protorromance de Iberia: la llegada de invasores islámicos árabes y bereberes que en pocos años conquistaron toda la península y convirtieron la Hispania godorromana, de habla protorromance, en un estado islámico, en el que la mayoría inicial de cristianos y judíos fue disminuyendo. Y aquí surge de nuevo un fenómeno que todos conocemos, que ya había aparecido con los visigodos y que es el de lenguas en contacto. En los registros cultos y en la expresión escrita se requiere en esa época el uso del latín clásico para los nativos y del árabe clásico para los recién llegados, dos lenguas que eran conocidas por muy poca gente, todos ellos de la clase dominante.
¿Qué consecuencias tuvo esto en la lengua? Bueno, la lengua árabe ejerció una fuerte influencia sobre el godorrománico, se forman inicialmente dos haces dialectales de los que no voy a hablar aquí pero al final de la presencia árabe en la península, a fines del siglo XV, las lenguas habladas allí, el catalán, el castellano, el gallegoportugués entre otras, tenían una fuerte marca distintiva que las diferenciaba de los idiomas del resto de Europa, excepto los dialectos franceses de pueblos que comerciaban con los árabes.
Algunos miles de palabras de nuestro idioma entre las que se cuentan álgebra, ajedrez, arroba, aljibe, aceite, aceituna, jarabe, almíbar, alhelí, alcahuete, alcohol, cenit, nadir, escarlata, fulano, laca, zafiro provienen de esa época; algunas de ellas vienen de mucho más lejos pero todas ellas llegan a las lenguas peninsulares a través de los árabes.
Y ahora demos un salto en el tiempo desde la expulsión de los moros en el siglo XV hasta el siglo XVIII, con los nobles afrancesados, deslumbrados con Versalles, que introdujeron en la lengua un enorme caudal de vocablos del francés. Rafael Lapesa menciona chaqueta, pantalón, favorito, galante, interesante, petimetre, miriñaque, hotel, sofá, merengue, entre muchas, muchísimas otras. ¿Y mamá? En latín se decía mámae y en español se dijo mama hasta que los Austrias introdujeron la forma francesa maman.
Era la palabra que usaba el rey Felipe V, el fundador de la Real Academia, nacido en París, para hablar con su madre, la princesa María Ana de Baviera.
Vemos entonces que el español está muy lejos de ser una lengua pura, como quieren algunos; todos los idiomas están lejos de ser puros, pero el nuestro es especialmente «impuro« si es que queremos usar esa categoría tan inapropiada y tan acientífica. Uno se podría preguntarse aquí de dónde nos viene la norma, de dónde la Academia Española o las academias americanas obtienen la autoridad y el respeto de que gozan por parte de los usuarios de la lengua. Bueno, eso tiene sus razones históricas, entre las cuales el merecido prestigio que la Academia Española se granjeó a partir de su fundación, con su obra inicial. Otras lenguas tienen otros procedimientos para establecer la norma, como veremos.
Hace trescientos años, cuando don Juan Manuel Fernández Pacheco, el marqués de Villena, le propuso Felipe V la creación de la Academia Española, la lengua que se hablaba en España y en las colonias era un verdadero caos. Las grafías eran diferentes en Asturias, en Castilla y en Andalucía, había un dialecto en Extremadura, otro en León y una lengua diferente en Galicia. Había por cierto pronunciaciones diferentes y cada escritor tenía su propia ortografía. El idioma se veía amenazado por la disgregación dentro de la propia España, sin hablar de las colonias. Todo parecía indicar que cada uno de aquellos dialectos iría a evolucionar hacia una nueva lengua, como ocurrió en la Península Itálica hasta el siglo XIX. El Estado español sintió la necesidad en aquel momento, y en aquella situación, de implantar una norma bajo el principio de autoridad. La Real Academia fue creada en 1713 y asumió de inmediato la tarea que Antonio de Nebrija le había sugerido poco más de dos siglos antes a Isabel la Católica: unificar la lengua, regular el vocabulario y establecer las normas del castellano.
La Real Academia cumplió su tarea en forma espléndida: a lo largo de trece años a partir de 1726 fue entregando en varios tomos sucesivos un trabajo excelente para su época: la primera edición de su Diccionario, que mereció comparaciones muy favorables con otras obras semejantes tanto del español como de otras lenguas europeas. Gracias a esta obra, los escritores españoles del siglo XVIII unificaron rápidamente su ortografía y, tras la elaboración de la primera Gramática española, hacia 1780, la Academia había cumplido con creces las expectativas suscitadas a su fundación. A lo largo de varias décadas, la Gramática del castellano se fue incorporando en las escuelas de España y de las colonias, abriendo el camino hacia este idioma unificado con que contamos hoy. Esa obra magnífica le valió un gran prestigio a la Docta Casa, y un merecido respeto por parte de los hombres de letras y de los formadores de opinión. Y esto permitió el surgimiento de la idea, que no es común, creo, con otras lenguas, o al menos sólo existe con tanta fuerza entre nosotros, los hispanohablantes, de que tenga que haber alguien que nos siga diciendo, hasta hoy, qué es lo que debemos decir y cómo tenemos que hacerlo.
Como consecuencia del gran éxito inicial de la Academia, se instaló la noción de que la lengua española había llegado en el siglo XVIII al ápice de su desarrollo, tocando la perfección, una idea que la propia Academia alimentó en sus primeros años con el lema «Limpia, fija y da esplendor«. Como ya dije antes, la idea de limpiar una lengua es ajena a la lingüística, a cualquier corriente de la lingüística. La de fijarla, es la idea más extravagante, más abiertamente anticientífica, puesto que el cambio es única ley universal de todas las lenguas en todos los tiempos.
Pero aun así la idea de la autoridad, implantada a lo largo de casi trescientos años, sigue viva, sigue muy firmemente presente entre los hablantes de español, a veces, parecería hasta que los hispanohablantes la llevamos en nuestros propios genes.
A diferencia de lo que ocurre en otras lenguas, entre quienes hablamos español es frecuente que una discusión termine con un argumento inapelable: «Esto es así o asá porque la Academia Española dice esto o aquello« o «esta palabra no se puede usar porque la Academia no la admite«.
Hace unos meses leí en la prensa que un director de la Academia Española, Darío Villanueva, informaba a un reportero que el vocablo tableta en su acepción de equipo informático como el iPad estará incluida en la próxima edición del Diccionario, la de 2014, pero, muy permisivo, aclaró que «ya se puede usar«...
Permítanme aquí una breve cita al académico Manuel Seco, quien en su Gramática esencial del español dice lo siguiente:
La autoridad que desde un principio se atribuyó oficialmente a la Academia en materia de lengua, unida a la alta calidad de la primera de sus obras, hizo que se implantase en muchos hablantes —españoles y americanos—, hasta hoy, la idea de que la Academia «dictamina« lo que debe y lo que no debe decirse. Incluso entre personas cultas es frecuente oír que tal o cual palabra «no está admitida« por la Academia y que por lo tanto «no es correcta« o «no existe«.

En esta actitud respecto a la Academia hay un error fundamental, el de considerar que alguien —sea una persona o una corporación— tiene autoridad para legislar sobre la lengua. La lengua es de la comunidad que la habla, y es lo que esta comunidad acepta lo que de verdad «existe«, y es lo que el uso da por bueno lo único que en definitiva «es correcto«.
Pero los puristas no aceptan esto, se yerguen en árbitros de la corrección, buscando en los diccionarios el respaldo definitivo a sus afirmaciones, pensando tal vez que las palabras brotan de los diccionarios así como los frutos brotan de los árboles. En esa línea siempre es posible oír que una cierta palabra «no existe«. ¿Y cómo no existe si todo el mundo la usa? «Sí —replican— algunos la usan pero no está en el diccionario«.

Tengo que reconocer aquí que en algunas profesiones, como la de traductor o la de corrector es necesario tener un respaldo documental para fundamentar una decisión ante el cliente, y lo cierto es que ese respaldo se encuentra muy frecuentemente en los diccionarios. Pero también está en los corpus que son instrumentos de la mayor importancia porque son registros vivos del idioma y porque es de ellos de donde los diccionarios extraen sus verdades. Voy a volver sobre los corpus dentro de unos minutos

Es preciso tener en cuenta que el traductor no trabaja ante una ciencia exacta, un cliente puede preferir una palabra o un giro diferente y es posible que tenga tanta razón como el traductor o el corrector, pero el profesional debe estar siempre en condiciones justificar documentalmente sus decisiones, aunque pueda aceptar las del cliente.
Los guardianes de lo correcto y lo incorrecto creen que la lengua tiene leyes que se cumplen con la precisión de las ciencias naturales y suelen correr en busca del argumento de autoridad para respaldar sus preferencias. En realidad, no son leyes científicas, son reglas o prescripciones gramaticales.

Los hablantes de portugués, al menos los brasileros, no tienen ese problema. Ellos se comunican con fluencia sin preocuparse con lo que dice el diccionario Houaiss o el Aurelio, los grandes referentes del portugués brasileño.

Ellos van hablando y en esa habla, que corre con la naturalidad de las aguas de un río, la lengua muy lentamente se va alterando, algunas palabras van cambiando su sentido, incorporando vocablos extranjeros y nuevas acepciones, alterando su regencia, su sintaxis en general, en un proceso muy lento que a veces que normalmente no llega a percibirse en el curso de una vida humana, pero que en Brasil está avanzando en estas décadas más rápidamente que en otras lenguas. En Brasil a nadie se le ocurre decir que la lengua portuguesa esté sufriendo algún ataque por parte de fuerzas oscuras porque la lengua esté llena de anglicismos, ni que haya que defenderla de los anglicismos.
Hace algunas semanas, el director de la Academia Española, José Manuel Blecua, dijo, según versiones de prensa, que «los anglicismos son el mayor peligro del castellano«, como si el enriquecimiento de un idioma con préstamos tomados de otras lenguas, pudiera ser un peligro. Estoy seguro de que Blecua no piensa eso, pero está al frente de un organismo que es el principal ejecutor de una política lingüística del Estado español que está regida por el principio de limpiar la lengua.
Con los estadounidenses ocurre exactamente lo mismo que con los brasileros: hablan, escriben, se comunican sin que se les ocurra siquiera la idea absurda de defender al inglés de supuestos ataques provenientes de otras lenguas. Ellos entienden intuitivamente que defender una lengua del cambio es como defenderla de su propia naturaleza.

Y si bien el inglés es uno de los idiomas más receptivos con relación a extranjerismos (más 'contaminado', diría alguno) creo que ninguno de nosotros diría que esa característica lo hace más débil.
Lo cierto es que un estadounidense jamás diría «no puedo usar esta palabra porque no está en ningún diccionario«, y ellos cuentan con excelentes diccionarios, mucho mejores que los nuestros, pero saben, entienden, que la lengua va primero y que el diccionario llega después, siempre con atraso, por su propia naturaleza.
Los hispanohablantes, en cambio, vamos por otro camino. Conozco gente que no emplea una determinada palabra, aunque sea la única que expresa con precisión lo que él quiere transmitir, porque proviene del inglés, es un anglicismo, una categoría maldita que ellos creen que habría que combatir furiosamente.
Y hacen eso. Cuando una palabra de otra lengua, principalmente del inglés, entra a nuestra lengua, lo sienten como una agresión a la lengua castellana y corren a vestir sus armaduras de caballeros andantes, empuñar sus adargas, y combatir a la lengua agresora como un temible molino de viento. Hace poco tiempo, en un foro de lengua de internet, se planteó el tema de la traducción al español del vocablo inglés empowerment.
Esta palabra, como ustedes saben, ha hecho una rápida carrera en la lengua inglesa en las últimas décadas del siglo XX en referencia a minorías étnicas o sociales cuya situación mejora y logran acceder a sus derechos de ciudadanía.
La traductora argentina Leticia Molinero, que vive y trabaja en Nueva York, donde forma parte de la Academia Norteamericana de la Lengua Española se refirió en un artículo, hace ya algunos años, al caso de las mujeres de comunidades africanas que se han visto facultadas o 'empoderadas' para desarrollarse por sus propios medios..
 En la discusión hubo quien declarara estar, en su trabajo como traductor, «en plena batalla« contra los anglicismos, y pidió «municiones« para combatir esos usos «indebidos«. Otros, menos belicistas, propusieron palabras como afianzamiento, fortalecimiento, potenciamiento que en mi opinión no expresan cabalmente la denotación de empowerment, pero permiten evitar un anglicismo, como si eso fuera lo fundamental. Unos pocos admitieron que en el español académico no existe un equivalente exacto de empowerment, y por esa razón consideraron justificado el uso de empoderamiento con esa denotación, que es lo que a mí me parece más acertado.
En mi opinión, ese esfuerzo por adoptar siempre, en todos los casos, una palabra de nuestra lengua aunque no exprese cabalmente lo que queremos decir constituye una falla profesional, al menos es una falla cuando existe una palabra extranjera que todo el mundo conoce y que comunica exactamente la misma denotación que queremos transmitir y para el cual no contamos con un vocablo español. Por otra parte, la palabra empoderar figura con numerosos casos en el corpus de la Academia, de donde se supone que se extraen las acepciones del diccionario. Curiosamente, el diccionario dice que empoderamiento es sinónimo de apoderamiento y que se trata de una palabra en desuso, lo que significa que no se registra ningún caso por lo menos desde 1901. Sin embargo, en el corpus de referencia del español actual, de la propia academia aparecen más de 30 casos y todos ellos figuran con el significado de que vengo hablando; no encontré un solo caso del significado de apoderar, que el propio diccionario marca como en desuso.
Vamos a ver un ejemplo nuestro. En toda América Latina, nos resulta raro, nos suena raro cuando un hablante peninsular, cuando un ciudadano español se refiere al ratón de la computadora u ordenador.
Como ocurre con muchos vocablos oriundos de las nuevas tecnologías, los latinoamericanos hemos conocido este aparato por su nombre inglés, que adoptamos con naturalidad, de modo que a un hablante de estas latitudes, aunque no hable inglés, le resultará más natural llamarlo mouse, y hasta es posible que ratón le suene algo cómico o fuera de lugar, como suele ocurrir con las palabras que nos resultan poco familiares.
Pero aquí algo viene algo crucial en lo que les quiero transmitir: ¿qué hace un traductor cuando tiene que referirse al mouse o ratón de una computadora? Tenemos aquí un caso práctico. Supongamos que va a buscar su respuesta en el diccionario de la Academia.

¿Y que le dice el DRAE? No le dice nada. La palabra no figura. Sí es posible hallar otras palabras inglesas que sí se usan en España, como bacon (o bacón) y puzle (hispanizado con una zeta sola), pero de mouse no hay ni rastro.
En cambio, en el Diccionario Panhispánico de Dudas, sí aparece mouse... con la recomendación de no usarlo, de dar preferencia a ratón, por razones que no se explican. Se trata del argumento de mera autoridad; háganlo así, porque nosotros lo decimos.

O sea que si en mi región se llama mouse, cuando yo hago una traducción dirigida al mercado local, según el Diccionario Panhispánico debo llamarlo ratón porque así lo dicta una autoridad lingüística desde otro continente. Y las autoridades lingüísticas de este continente no logran hacerse oír.
Mouse aparece sí, en el Diccionario de americanismos, editado por la Asociación de Academias, que admite se usa, sí, pero solo en el español de Estados Unidos y en Panamá...

Otro caso que creo que vale la pena mencionar es el del vocablo inglés fan, que yo recuerdo que se usaba ya en los años sesenta aplicado a los seguidores de las estrellas de Hollywood o los astros del rock, cuando se hablaba de los fans de Elvis Presley o los fans de Bill Halley. Un cuarto de siglo más tarde, en 1984, la palabra fan apareció en el diccionario de la Academia con la advertencia de que se trataba de un vocablo inglés cuyo plural era fans, un término muy conocido y usado en español y en otras lenguas.
Hasta aquí no había dudas, todo muy simple, todo muy claro, pero hete aquí que en 2005 aparece el Panhispánico de Dudas, introduciendo precisamente una duda. El DPD pretende establecer por decreto que el plural de fan en español es fanes.
Me puse a investigarlo, y descubrí que en el Corpus de Referencia del Español Actual (CREA) de la Real Academia, de donde se supone que la docta casa extrae sus datos lexicales, aparecían en el momento de la búsqueda 422 casos de fans, y ¿adivinan cuántos casos de fanes? Ninguno. Cero-coma-cero-cero.
¿Y qué debe hacer un traductor que tenga que traducir fans al español? ¿Qué debe hacer un corrector de estilo que esté trabajando un texto en español donde figure fans? ¿Corrige al autor? Yo creo que la decisión más adecuada en este caso sería dejar de lado el diccionario. Y este precisamente es el punto en que quiero centrarme. Los trabajadores de la lengua debemos tener siempre presente el hecho de que las obras normativas del castellano no siempre tienen el rigor que cabe esperar de un trabajo académico.
 Y no deberíamos olvidar que la función primordial del lenguaje es comunicar. Si en un texto destinado a lectores montevideanos mencionamos un centro de compras, no vamos a ser tan bien comprendidos como si dijéramos shopping center, o un shopping que es lo que todos usamos habitualmente.
Hace algunas décadas se consideraba «incorrecto« decir que algo había pasado desapercibido. Era «incorrecto« porque esa acepción proviene del francés, aunque el Diccionario Panhispánico de Dudas admite que está asentada en nuestra lengua desde hace dos siglos. Pero se queda corto; la palabra ya era usada en español por lo menos del siglo XVI, con una denotación ligeramente diferente, de 'estar desprevenido'. Es también el caso de banal, palabra que ingresó al diccionario en 1927 marcada como 'galicismo por trivial, insustancial', y solo obtuvo su carta de ciudadanía en la edición de 1983. A pesar de que se usaba en nuestra lengua desde mucho tiempo antes.
También hay palabras que están muertas desde hace siglos, pero siguen vivas en el diccionario donde hay vocablos que no tienen ningún registro de uso desde el siglo XVIII. Aquí cabe preguntarse qué deben hacer los trabajadores de la lengua ante situaciones como las que veníamos viendo, ¿deben esperar a que los lexicógrafos se den cuenta de que una palabra está viva en la lengua? O que está muerta.
Es una pregunta que cada uno tendrá que hacerse al tomar una decisión en cada caso particular.
Otra cosa son las contradicciones en la obra académica; en estos tiempos de internet, por ejemplo, no sabemos cómo escribir el nombre de la red: en el avance para la vigésima tercera edición del diccionario, que debe salir en 2014, internet aparece con minúscula, pero en la nueva Ortografía, que no tiene un año, la grafía es con mayúscula inicial. ¿Cuál debemos seguir?

Antes de terminar, quisiera dejar claro no me parece mal que exista una norma de autoridad. Hablamos una lengua que es oficial en veintiún países y, no sé si es necesario, pero seguramente es bueno, es positivo que exista una base común para facilitar la comprensión, siempre que todas las áreas hispanohablantes cuenten con la misma consideración, con el mismo peso, algo que hasta ahora no ha ocurrido.
Y termino con una sugerencia.
Cada vez que tenemos que fundamentar el uso de la lengua viva, podemos encontrar respaldo no solo en los diccionarios sino también en los corpus de la lengua. Un corpus sincrónico es una colección de millones de palabras de textos correspondientes a un estado de lengua, que se puede acotar cuánto se quiera, o a una variedad. Los corpus se usaron siempre en estudios lingüísticos, pero cobraron una importancia inusitada en los últimos 25 o 30 años, sobre todo en lexicografía, con el avance de la informática, que permite consultas instantáneas que antes no eran posibles.
En ese sentido, recomiendo por supuesto los corpus de la Academia y también el corpus Davis, de la universidad Brigham Young. También descubrí en la últimas semanas que hay un corpus basado en los libros digitalizados por Google. El corpus Davis tiene unos cien millones de palabras, el de la Academia unos 500 millones, y el Google no se informa, pero me enteré de que los libros en español digitalizados por Google representan algunos miles de millones de palabras.
Los corpus, por su tamaño, por el gigantesco volumen de datos que manejan pueden ser en muchos casos herramientas más útiles a los profesionales y un respaldo más sólido que el propio diccionario, porque son muestras de la lengua real, viva.
Espero que a la luz de estas cuestiones pueda considerarse oportuno reflexionar sobre el papel de la norma de autoridad, que es la marca registrada del idioma español, y la actitud que cabe en este punto a los traductores y a los trabajadores de la lengua en general, que son quienes, en su conjunto, contribuyen con el mayor aporte al establecimiento de las diversas normas cultas de las sociedades hispanohablantes.

Ricardo Soca
La Página del Idioma Español

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