jueves, 19 de enero de 2012

SI YO GOBERNARA EL MUNDO

STEVEN PINKER
Mi primer mandato como rey de reyes sería imponer a todos los expertos la siguiente regla: nadie puede proclamar la decadencia, el retroceso o la degeneración del mundo sin presentar: 1. Una evaluación de cómo es ahora; 2. Una evaluación de cómo era anteriormente, y 3. Una demostración de que el primer resultado es peor que el segundo.

Lo primero que eliminaría este decreto serían las tediosas jeremiadas que han rondado por siglos acerca de la decadencia del lenguaje. Si los profetas tuvieran razón, a estas alturas nos comunicaríamos con gruñidos a lo Tarzán; en cambio, no solo vemos muchísima prosa clara y competente en medios de actualización diaria como Wikipedia o Amazon, sino que también es posible encontrar escritura excepcional a borbotones, tal como puede constatar cualquiera que haya gastado una mañana en sitios como The Browser o Arts & Letters Daily.
Los expertos de la lengua tienden a confundir su propio fastidio con un verdadero declive del lenguaje. Hace cincuenta años, los editores expedían fetuas en contra de extranjerismos como “líder”; y hace apenas algunas décadas despotricaban en contra de expresiones como “las gentes” (en lugar de “la gente”) y algunos verbos creados a partir de sustantivos, como “contactar” o “finalizar”. En la actualidad, ese tipo de contrabando lingüístico es inevitable, si no indispensable. De la misma forma, se ha vilipendiado la filtración de la nueva jerga tecnológica en el lenguaje (“palanca”, “incentivar”, “sinergia”) sin tener en cuenta que ejemplos previos de este fenómeno (“proporcional”, “placebo”, “falso positivo”) permitieron al mundo entero pensar conceptos abstractos, y pueden incluso haber contribuido al efecto Flynn, el aumento implacable del coeficiente intelectual de la humanidad durante el siglo XX.

Y ya que hablamos de tecnología, los ludistas modernos tienen mala memoria. Los padres que se lamentan porque los jóvenes parecen tener sus iPods y celulares soldados a los oídos parecen olvidar que también los suyos se quejaban por sus teléfonos privados o sus radios transistores. La prosa abreviada de los tuits y los mensajes instantáneos no es más propensa a corromper el lenguaje o disminuir la capacidad de atención de la gente que los telegramas, los anuncios de radio y los lemas publicitarios de ayer. El correo electrónico puede parecer una maldición, ¿ pero volvería alguien a las estampillas, las cabinas telefónicas, el papel carbón y las montañas de mensajes telefónicos? Es más, ahora que nuestros compañeros de cena pueden verificar cualquier cosa en un iPhone, nos damos cuenta todos los días de que mucho de lo que creemos es falso –una lección importante acerca de la fragilidad de la memoria–.

Pero en ningún caso es tan perjudicial confundir un dato aislado con una tendencia como cuando de comprender la violencia se trata. Cada vez que explota una bomba en un atentado terrorista, un francotirador se enloquece o un avión no tripulado mata a un inocente, los críticos comienzan a preguntarse a dónde ha ido a parar el mundo; pocas veces se preguntan qué tan malo era antes.
Bajo casi cualquier estándar cuantitativo, el pasado era mucho peor. La tasa de homicidios en el Medioevo era 35 veces más alta que la de hoy, y la proporción de muertos en las guerras tribales era quince veces superior. Los imperios desa-parecidos, las invasiones de tribus nómadas, las Cruzadas, el comercio de esclavos, las guerras religiosas y la colonización de América alcanzaron cifras de mortalidad que, en proporción con el tamaño de las respectivas poblaciones, son semejantes o exceden las de las guerras mundiales. Siglos atrás, era posible quitar la nariz a la mujer de un adúltero, condenar a muerte a un niño de siete años por robar una enagua, cortar a una bruja en dos con un serrucho y golpear a un marinero hasta dejarlo en carne viva. En la Inglaterra del siglo XVIII eran tan frecuentes y tan peligrosos los disturbios que en inglés todavía se usa la expresión “to read someone the riot act” (“leerle a alguien la Ley Antimotines”) para decir que se va a castigar a una persona. Igualmente, la violencia de la Rusia del siglo XIX nos dejó la palabra “pogromo”, presente en varias lenguas. Desde el pico que tuvieron durante la postguerra en 1950, las muertes en el campo de batalla han disminuido radicalmente a pesar de algunos reveses. Las muertes causadas por el terrorismo son menos comunes en nuestra “era del terror” de lo que fueron en los sesenta y los setenta, época de bombardeos, secuestros y balaceras frecuentes a manos de todo tipo de ejércitos, ligas, coaliciones, brigadas, facciones y frentes.

Y no, no me estoy inclinando hacia mi propia “nueva tendencia perturbadora”. En 1777, David Hume escribió: “La tendencia a culpar al presente y admirar el pasado está profundamente arraigada en la naturaleza humana”. Un siglo antes, Thomas Hobbes identificó su fuente: “La competencia en los elogios induce a reverenciar la Antigüedad; porque los hombres contienden con los vivos, no con los muertos”. A esto se pueden añadir la ignorancia histórica, el analfabetismo estadístico y el hecho de que las personas confunden los cambios en ellas mismas –las responsabilidades de la adultez, la vigilancia de la paternidad, la decadencia que viene con la edad– con los cambios del mundo.

Con independencia de cuáles sean las causas, culpar irreflexivamente al presente constituye una debilidad que es preciso resistir, así nunca llegue a ser penalizada. Aunque se alardee de ello como un signo de sofisticación, puede usarse para adquirir ventaja sobre los demás y convertirse en una excusa para la misantropía, especialmente en contra de los jóvenes. Además, corroe la apreciación de las instituciones de la modernidad, como la democracia, la ciencia y el espíritu cosmopolita que han hecho nuestras vidas mucho más ricas y seguras.

Tomado de El Malpensante