sábado, 24 de noviembre de 2012

TZVETAN TODOROV: EN CONTRA DEL TOTALITARISMO

Tzvetan Todorov (Fotografía de Intemperie)


Por Felipe González Alfonso

En abril de 1963 llegó a París, desde Bulgaria, un desorientado estudiante de literatura llamado Tzvetan Todorov, interesado en indagar los misterios formales del texto, en descifrar cómo están hechas esas raras máquinas de lenguaje que son las novelas, los cuentos, los poemas. Esa intuitiva tendencia suya que hoy llamaríamos “formalista”, hacía juego con un supuesto apolitismo motivado en él menos por el desinterés que por el temor: las aproximaciones ideológicas a la literatura, las conjeturas demasiado aventuradas sobre sus implicancias sociales y políticas, en su Bulgaria socialista, podían resultar potencialmente mortíferas, y ese temor le acompañó hasta Francia, aunque solapado bajo su inquietud de relojero textual y su desprecio por las “divagaciones revolucionarias” de los jóvenes comunistas franceses, refinados e ignorantes del horror pesadillesco que conllevaría la realización de su sueño (y que el recién llegado conocía de cerca).

Luego de un breve período de desamparo académico el joven Todorov, de 24 años, fue enviado a buscar orientación donde otro joven, un poco mayor, de 33 años, llamado Gérard Genette, profesor de la Sorbona quien según averiguó compartía sus mismas “ideas extrañas”. Éste a su vez le recomendó tomar el seminario de un profesor que se hacía llamar Roland Barthes, curso al que luego sumó, por propia iniciativa, el de Émile Benveniste (a quien frecuentaría, años después, en su afásica y muda vejez). Así, el joven búlgaro se introdujo en la vida intelectual parisina de los años sesenta, con un grupo de amigos para quienes Dios se llamaba Lévi-Strauss (quien “se ruborizaba y se escondía”), Jakobson (quien “adoraba beber vodka”) y Lacan (“un manipulador y un seductor”).

En la biblioteca de la Sorbona, Todorov descubrió con asombro a los formalistas rusos, en una escuálida monografía. El profesor Genette, entonces, lo animó a traducir y seleccionar algunos artículos de esos autores antaño reprimidos por el socialismo soviético, lo que finalmente se tradujo en la publicación de su primer libro, Teoría de la literatura de los formalistas rusos, de 1965. A este le siguieron otros, en la misma línea de los estudios literarios; valga mencionar su influyente trabajo Introducción a la literatura fantástica, de 1970.

Lo que en un principio Todorov llama su “apolitismo”, con el tiempo y la madurez intelectual adquiere su verdadero nombre, que es, en realidad, el de antitotalitarismo. El giro de sus intereses, desde la literatura y la semiótica hacia las problemáticas sociales y la violencia política, encuentra su causa remota en el emblemático año 68, pero no por influencia de las revueltas parisinas, sino por su participación en las controversias norteamericanas (se ha trasladado a EE.UU. a ejercer la docencia en Yale) sobre los derechos de los negros y la guerra de Vietnam.

Esta reflexión, sin embargo, sólo se concretará en el corpus de su producción de los años 90 y 2000. Desde entonces su crítica se dirigirá contra los totalitarismos que a mediados de siglo desolaron Europa y gran parte de Asia. Estos, como apunta en Memoria del mal, tentación del bien del año 2000, imponen la autonomía de la colectividad y sus presupuestos ideológicos por sobre la autonomía individual, en vez de considerar que los derechos básicos del individuo y la noción de justicia deben ser el límite de los poderes colectivos, o al menos la valla de contención y defensa que refrena su enorme peso cuando se torna contra las personas (el argumento del bien común fue el salvoconducto del comunismo y el fascismo para la aniquilación de millones de individuos).

El poder debe tener límites razonables y reservar una parte de su fuerza al autoexamen, puesto que cuando no encuentra límites tiende al absurdo y puede llegar a aniquilar a una comunidad en nombre de ella misma.

El hecho de que el vuelco político de Todorov se haga visible sólo en su producción de finales de los ochenta, podría resultar sospechoso si consideramos que es precisamente por esos años cuando cae definitivamente el último de los totalitarismos del siglo XX. El autor se defiende diciendo que temía por las represalias a sus cercanos que permanecían en el lado socialista. Sin embargo, podríamos agregar a esta defensa, que ya en La conquista de América, la cuestión del otro, de 1982, se acercaba con erudición y desenvoltura a la crítica del poder desbocado y las ideologías delirantes. La caracterización que en este libro hace de Cristóbal Colón, el cabecilla del magno genocidio imperialista que abre la modernidad (y la posibilita), coincide en varios aspectos con la de G. W. Bush en El nuevo desorden mundial. Reflexiones de un europeo, del año 2003. Ambos terminan aniquilando al otro y su cultura bajo el signo de una cruzada que promete su salvación; ambos enarbolan los ideales más elevados para conseguir el financiamiento de su empresa; ambos justifican los medios por el fin, aun si se trata de medios que podrían devastar por completo al otro que se intenta redimir. El ideal democrático, tal como se articula desde la Revolución francesa, y especialmente en la obra de Benjamin Constant, ya era consciente de estos peligros, y a lo que aspita Todorov es precisamente a repensar estas formulaciones. De este modo, Europa podría fortalecerse frente a la demencial política internacional de EE.UU. —la que hoy por hoy secunda y replica—, pero de manera que llegue a erigirse en una “potencia tranquila”.
Tomado de Intemperie

CONFLICTO PALESTINO-ISRAELÍ: LA TIRANÍA DE LAS IDENTIDADES

Por Mauricio Hasbún

Fotografía de Fundación Baremboim-Said

Hasta aquí, aparentemente, ha sido de suma importancia ser palestino, israelí, judío, cristiano o musulmán. Será por esto que el documental que comentamos (Knowledgeis the beginning, Euroarts Music, 2006), que registra la aventura de dos grandes de la cultura, Daniel Baremboim y Edward Said, es tan liberador: en escena brota lo específicamente humano, dejando de lado las estridencias identitarias y el pretendido heroísmo de un conflicto que hace ya mucho tiempo quedó en manos de los mercaderes de armas.

Podemos imaginar una experiencia límite: un campo cerrado, doscientas personas y un productor televisivo morboso y fetichista del reality. A cien les pasan una polera verde y les dicen ustedes serán palestinos; a los cien restantes les pasan una celeste para que actúen de israelíes. Acto seguido, al grupo completo se le da la orden de “matarse con convicción” frente a las cámaras. Los desdichados harían su mejor esfuerzo con la confianza de que el reality terminaría a la brevedad. El productor inescrupuloso, en tanto, amasaría por anticipado las montañas de dinero que ganaría con su programa de TV basura. En verdad, el conflicto del Cercano Oriente es tanto o más prosaico que el de esta pesadilla, pero con un par de inconvenientes trágicos: los participantes no pueden salirse de la telerrealidad, pues están secuestrados por sus elites, y el productor de TV inescrupuloso, fuera del set, vendría a ser un líder de sonsonete nacionalista que, además, recibe jugosas comisiones en el tráfico de armas.

El documental de Paul Smaczny registra el gigantesco y exitoso esfuerzo del destacado músico y director Daniel Baremboim junto al crítico y literato Edward Said (fallecido en 2003, antes de terminar el rodaje del documental) por crear la West-Eastern Divan Orchestra que reúne a jóvenes músicos árabes e israelíes en un testimonio de rigor filarmónico, comprensión cultural y esperanza de una paz futura. Escena tras escena, el documental es un magistral testimonio de cómo van cayendo, una a una, las estructuras de identidad que se han ido acoplando a nuestro ser desde que nacemos por el sólo hecho de crecer en un hogar árabe o en una familia israelí. Los jóvenes artistas de uno y otro lado del muro, en principio, se miran con desconfianza, para terminar comprendiendo que están hermanados por una de las tragedias colectivas más crueles de la última centuria.

El film se podría leer como una denuncia de la tiranía de las identidades, esos cuentos que nos inculcan desde niños con la pretensión de ordenar nuestra vida. Las identidades son relatos parlanchines que nos machacan a cada paso cómo debemos ser y cómo nos debemos comportar con nuestros amigos o enemigos. Apenas las identidades se callan, aparece lo genuinamente humano que llevamos dentro. En el documental, ese silencio se produce cuando los jóvenes visitan Auschwitz o en las escenas en que se muestran los ojos de los niños en una escuela de Ramallah. Es en el silencio donde nace la música de este magnífico documental y es en el silencio donde tenemos acceso a nuestra humanidad. Ahí, el conocimiento del otro es apenas el principio.
Tomado de Intemperie