Tzvetan Todorov (Fotografía de Intemperie) |
Por Felipe González Alfonso
En abril de 1963 llegó a París, desde Bulgaria,
un desorientado estudiante de literatura llamado Tzvetan Todorov, interesado en
indagar los misterios formales del texto, en descifrar cómo están hechas esas
raras máquinas de lenguaje que son las novelas, los cuentos, los poemas. Esa
intuitiva tendencia suya que hoy llamaríamos “formalista”, hacía juego con un
supuesto apolitismo motivado en él menos por el desinterés que por el temor:
las aproximaciones ideológicas a la literatura, las conjeturas demasiado
aventuradas sobre sus implicancias sociales y políticas, en su Bulgaria
socialista, podían resultar potencialmente mortíferas, y ese temor le acompañó
hasta Francia, aunque solapado bajo su inquietud de relojero textual y su
desprecio por las “divagaciones revolucionarias” de los jóvenes comunistas
franceses, refinados e ignorantes del horror pesadillesco que conllevaría la
realización de su sueño (y que el recién llegado conocía de cerca).
Luego de un breve período de desamparo académico
el joven Todorov, de 24 años, fue enviado a buscar orientación donde otro
joven, un poco mayor, de 33 años, llamado Gérard Genette, profesor de la
Sorbona quien según averiguó compartía sus mismas “ideas extrañas”. Éste a su
vez le recomendó tomar el seminario de un profesor que se hacía llamar Roland
Barthes, curso al que luego sumó, por propia iniciativa, el de Émile Benveniste
(a quien frecuentaría, años después, en su afásica y muda vejez). Así, el joven
búlgaro se introdujo en la vida intelectual parisina de los años sesenta, con
un grupo de amigos para quienes Dios se llamaba Lévi-Strauss (quien “se ruborizaba
y se escondía”), Jakobson (quien “adoraba beber vodka”) y Lacan (“un
manipulador y un seductor”).
En la biblioteca de la Sorbona, Todorov descubrió
con asombro a los formalistas rusos, en una escuálida monografía. El profesor
Genette, entonces, lo animó a traducir y seleccionar algunos artículos de esos
autores antaño reprimidos por el socialismo soviético, lo que finalmente se
tradujo en la publicación de su primer libro, Teoría de la literatura de los formalistas rusos, de 1965. A este le siguieron otros, en la misma
línea de los estudios literarios; valga mencionar su influyente trabajo Introducción
a la literatura fantástica, de 1970.
Lo que en un principio Todorov llama su
“apolitismo”, con el tiempo y la madurez intelectual adquiere su verdadero nombre,
que es, en realidad, el de antitotalitarismo. El giro de sus intereses, desde
la literatura y la semiótica hacia las problemáticas sociales y la violencia
política, encuentra su causa remota en el emblemático año 68, pero no por
influencia de las revueltas parisinas, sino por su participación en las
controversias norteamericanas (se ha trasladado a EE.UU. a ejercer la docencia
en Yale) sobre los derechos de los negros y la guerra de Vietnam.
Esta reflexión, sin embargo, sólo se concretará
en el corpus de su producción de los años 90 y 2000. Desde entonces su crítica
se dirigirá contra los totalitarismos que a mediados de siglo desolaron Europa
y gran parte de Asia. Estos, como apunta en Memoria del mal, tentación del
bien del año 2000, imponen la autonomía de la colectividad y sus
presupuestos ideológicos por sobre la autonomía individual, en vez de
considerar que los derechos básicos del individuo y la noción de justicia deben
ser el límite de los poderes colectivos, o al menos la valla de contención y
defensa que refrena su enorme peso cuando se torna contra las personas (el
argumento del bien común fue el salvoconducto del comunismo y el fascismo para
la aniquilación de millones de individuos).
El poder debe tener límites razonables y reservar
una parte de su fuerza al autoexamen, puesto que cuando no encuentra límites
tiende al absurdo y puede llegar a aniquilar a una comunidad en nombre de ella
misma.
El hecho de que el vuelco político de Todorov se
haga visible sólo en su producción de finales de los ochenta, podría resultar
sospechoso si consideramos que es precisamente por esos años cuando cae
definitivamente el último de los totalitarismos del siglo XX. El autor se
defiende diciendo que temía por las represalias a sus cercanos que permanecían
en el lado socialista. Sin embargo, podríamos agregar a esta defensa, que ya en
La conquista de América, la cuestión del otro, de 1982, se acercaba
con erudición y desenvoltura a la crítica del poder desbocado y las ideologías
delirantes. La caracterización que en este libro hace de Cristóbal Colón, el
cabecilla del magno genocidio imperialista que abre la modernidad (y la
posibilita), coincide en varios aspectos con la de G. W. Bush en El nuevo
desorden mundial. Reflexiones de un europeo, del año 2003. Ambos terminan
aniquilando al otro y su cultura bajo el signo de una cruzada que promete su
salvación; ambos enarbolan los ideales más elevados para conseguir el
financiamiento de su empresa; ambos justifican los medios por el fin, aun si se
trata de medios que podrían devastar por completo al otro que se intenta
redimir. El ideal democrático, tal como se articula desde la Revolución
francesa, y especialmente en la obra de Benjamin Constant, ya era consciente de
estos peligros, y a lo que aspita Todorov es precisamente a repensar estas
formulaciones. De este modo, Europa podría fortalecerse frente a la demencial
política internacional de EE.UU. —la que hoy por hoy secunda y replica—, pero
de manera que llegue a erigirse en una “potencia tranquila”.
Tomado de Intemperie