Hay sólo dos países donde una gaseosa local vende más que Coca-Cola; Perú es uno. Un antropólogo analiza el éxito de Inca Kola, creada en Lima en 1935.
POR NICOLAS ARTUSI
Y un día, Perú se convirtió en Suecia. Fue cuando los rojos y el blanco del pabellón patrio imaginado por el prócer panregional José de San Martín mutaron en los nórdicos azules y amarillos: los colores de Inca Kola. Si es cierto que el recoleto Jorge Luis Borges se empalagó con el dulzor de la “inverosímil gaseosa” para soportar los rigores físicos de su ascensión a Machu Picchu (como reseña Esteban Peicovich en su libro El palabrista ), los jóvenes que buscan la epifanía en el misterio inca traen como souvenir la remera de una bebida, estampada con el logo de reminiscencias prehispánicas. En reemplazo de los íconos nacionales tradicionales, y con un eslogan histórico que refuerza los lazos con un sentir patrio (“la bebida del sabor nacional”), Inca Kola se propone como un heroico foco de autodeterminación en el imperio de la onda dinámica: Perú es uno de los dos países del mundo donde una gaseosa nacional vende más que Coca-Cola. El otro es Escocia. Y aunque el día en que la multinacional yanqui compró parte de la empresa andina el sentimiento popular fuera de decepción ante el sometimiento (¡la traición!) frente a la potencia extranjera, sus colores azules y amarillos siguen siendo una reversión abyecta de la bandera del Perú.
Como la fría y avanzada Nokia para Finlandia, la expansiva y sintética McDonald’s para los Estados Unidos o la sobria aunque monárquica Harrod’s para Inglaterra, Inca Kola, inventada en Lima por el británico Joseph R. Lindley, comenzó a comercializarse en 1935 y es una marca que pinta un país, fronteras adentro y afuera. El antropólogo Miguel Angel Hernández publicó una tesis que investiga la influencia de las marcas de consumo masivo sobre las identidades nacionales.
“Mi interés sobre el fenómeno surgió a partir de la exposición de pautas publicitarias que inundaban la televisión a principios de la década del 2000”, le dice Hernández a Ñ , desde Lima: “La característica principal era enfatizar la ‘peruanidad’ de ciertas marcas y productos en desmedro de los artículos importados”.
Ahí donde la cocina peruana se haya postulado como Patrimonio de la Humanidad, y con el ceviche convertido en la más provechosa de sus embajadas, una bebida resume las paradojas de la época: es el producto más exitoso en las góndolas de los supermercados y, a la vez, se erige como ejemplo del brutal paso del neoliberalismo por Latinoamérica en la década del 90 y modelo de rebeldía: “La gaseosa de color amarillo y gusto azucarado, comparado con la goma de mascar por turistas extranjeros, hace gala de su compatibilidad única con la cocina criolla costeña, la comida chino peruana, los platos de ascendencia andina y las demás tradiciones culinarias del país”, explica Hernández: “El color también implica una diferencia sustancial con la oferta existente y refuerza la idea de excepcionalidad y ni qué decir del nombre ‘Inca’ y del logotipo, al cual hace pocos años se le agregó el mapa del Perú”.
¿Cuál es el lugar que una marca ocupa en el imaginario social de un país?
La Inca Kola forma parte del grupo de bebidas que existían en el Perú antes de la expansión mundial de las grandes transnacionales de gaseosas estadounidenses, Coca-Cola y Pepsi. La marca se posicionó comercialmente en las grandes ciudades del país, otorgándole una omnipresencia en el territorio, lo cual refuerza la idea de su “peruanidad”. En los 90, la masiva invasión de productos y capitales extranjeros resultaron en el colapso de la industria nacional. Fueron pocos los productos que lograron permanecer en el mercado y muchos de ellos, como Inca Kola, apelaron a ese posicionamiento en el imaginario nacional en sus estrategias publicitarias. A los discursos anteriores se le agregó la representatividad como la bebida “propia” frente a lo invasivo, lo foráneo. El índice de consumo de gaseosas, que era compartido entre varias ofertas, se polarizó entre Coca Cola e Inca Kola. Y la alianza estratégica de ambas empresas despertó una ola de críticas por la supuesta sumisión ante el gigante externo.
Aunque el popstar del grupo inglés Jamiroquai haya bailado con la camiseta rojiblanca del seleccionado peruano en su video Seven Days in Sunny June (“sólo porque me gustaron los colores”), entre los jóvenes se popularizaron las ropitas que replican los atributos de la marca: se los puede ver cualquier fin de semana por el Abasto porteño, donde la Inca Kola se vende en las esquinas y los comipasos ofrecen combos de bife a lo pobre y papas a la huancaína.
Acaso sin advertir que se uniforman con una marca, encarnan una rebelión módica contra la Cajita Feliz: “La inclusión de polos, o remeras como le dicen ustedes, con el logo de Inca Kola surgió como una respuesta social al fenómeno de la globalización”, analiza Miguel Angel Hernández: “Aquí se dio cuando las personas entraron al diálogo con el mundo globalizado y expusieron aquellos elementos característicos que los hacen pensar y definirse como peruanos”.
¿Cómo funciona el proceso de “sustitución” de identidades nacionales: de los símbolos patrios a los logotipos de las marcas?
La peruanidad se recrea continuamente. Un país caracterizado por la enorme diversidad cultural no logró con el paso de los años, a pesar de los esfuerzos que se dieron desde el Estado y demás actores, la homogeneidad de un discurso nacional, que siempre fue poroso y proclive a la atomización. Como dice el filósofo Néstor García Canclini, con la globalización, la oposición entre lo propio y lo ajeno se desdibuja. El discurso de lo global pretende crear (y crea) una identidad objetiva basada en la libre capacidad de elección y para eso se otorgan un conjunto de elementos culturales supuestamente universales, que se asocian a este discurso y que se difunden en los medios de comunicación. El fácil acceso a otros rasgos culturales expone a los individuos ante una gran diversidad de elementos foráneos de los cuales apropiarse y construir nuevos límites sociales.
¿Y cuál es la reacción ante esa invasión?
Las comunidades nacionales tienden a cerrar filas contra el discurso homogeneizador, a partir de la revalorización de sus características culturales y elementos originarios. En el Perú, esto se dio a través de la creación de diversos símbolos representativos culturales, como los productos de consumo cotidiano. Al igual que los símbolos oficiales tradicionales, intentan sintetizar la infinidad de características de la población y del territorio que tiene el país.
En tiempos de descrédito ante las instituciones, ¿cuál es la respuesta del público frente a la omnipresencia de una marca como emblema nacional?
El investigador peruano Rolando Arellano sugiere que el nacionalismo emergente surgió dentro de un contexto interno de crisis de valores. Luego del nefasto episodio de corrupción de la década del 90, los peruanos encontraron motivos de orgullo ya no en los símbolos oficiales tan estrechamente relacionados con un Estado corrupto y ajeno a la población, sino en elementos más cercanos y cotidianos, como la comida o la música, a los que se tiene un acceso mucho más inmediato. Y sobre los cuales se puede ejercer una influencia más directa.
Tomado de Revista Ñ