sábado, 8 de junio de 2013
DISCUSIONES SOBRE LA OBESIDAD
POR QUÉ CEDEMOS A LAS TENTACIONES
La ciencia estudia las respuestas del cerebro ante estímulos gastronómicos. Es un camino para prevenir la obesidad.
Imagine por un instante que, en vez de este artículo, lo que usted está viendo es una bandeja de bizcochos con pepitas de chocolate recién horneados. Con sólo verlos y sentir el aroma que despiden seguramente ya se le haría agua en la boca. El primer bocado bastaría para despertar áreas del cerebro que controlan la gratificación, el placer y la emoción –y quizá disparar recuerdos de momentos en los que saboreó bizcochos como ésos en su niñez.
El primer bocado también estimularía hormonas que le indicarían a su cerebro que tiene combustible a su disposición. El cerebro incorporaría estos distintos mensajes a la información sobre lo que hay a su alrededor y decidiría qué hacer a continuación: seguir masticando, engullir el bizcocho y tomar otro, o irse.
Estudiar la compleja respuesta del cerebro a estas dulces tentaciones ha aportado claves para poder controlar algún día un problema de salud muy acentuado en el país: la epidemia de obesidad.
La respuesta tal vez resida en parte en una región primitiva del cerebro llamada el hipotálamo. El hipotálamo, que monitorea la reserva de energía disponible en el cuerpo, ocupa el centro del procesamiento de señales del cerebro relacionado con los refrigerios. Hace un seguimiento de cuánta energía a largo plazo está almacenada en la grasa detectando los niveles de la hormona derivada de la grasa leptina –y también monitorea minuto a minuto los niveles de glucosa en sangre del organismo, junto con otros combustibles metabólicos y hormonas que influyen en la saciedad. Cuando se come un bizcocho, el hipotálamo envía señales que llevan a sentir menos hambre. A la inversa, cuando se restringe la comida, el hipotálamo envía señales que aumentan el deseo de ingerir alimentos de muchas calorías. El hipotálamo está también conectado a otras áreas que controlan el gusto, la gratificación, la memoria, la emoción y la decisión. Estas regiones cerebrales forman un circuito integrado que está diseñado para controlar el impulso de comer.
Con las sofisticadas técnicas de imágenes cerebrales, ahora podemos ver incluso cómo responden nuestros cerebros a nutrientes específicas (la glucosa, por ejemplo) y a estímulos ambientales (como el hecho de ver comida). Nuestro equipo de investigación llevó a cabo recientemente un estudio para ver si el cerebro humano responde de distintas maneras al consumo de dos tipos de azúcares simples: la glucosa y la fructosa.
La glucosa es una fuente de energía fundamental para nuestro organismo, particularmente el cerebro. Los cambios, aun siendo mínimos, de la glucosa en la sangre pueden ser detectados por células nerviosas sensibles a la glucosa en el hipotálamo. La exquisita sensibilidad del hipotálamo a la glucosa es importante porque el cerebro requiere una provisión continua de glucosa para satisfacer sus necesidades de energía.
La fructosa, un pariente cercano de la glucosa, molecularmente hablando, posee el mismo número de calorías pero es más dulce que su prima. A diferencia de la glucosa, sin embargo, la fructosa es casi totalmente eliminada de la sangre por el hígado. Por eso, es muy poca la que llega al cerebro.
La noción de que estos dos azúcares afectan el cerebro de maneras distintas es respaldada por estudios en animales. Cuando la glucosa y la fructosa se inyectan en los cerebros de ratas, tienen diferentes efectos: la glucosa reprime las señales de hambre, mientras que la fructosa las estimula.
Continúa leyendo el artículo en la Ñ (22/05/13)
LA OBESIDAD, UN PROBLEMA CULTURAL
Por Gerardo Arenas
Ante la tesis que le adjudica al cerebro la responsabilidad de comer de más, un psicoanalista propone abordarlo como un aspecto del malestar en la civilización contemporánea más allá de una decisión biológica.
A fines de abril, The New York Times publicó un artículo de Kathleen Page y Robert Sherwin cuya traducción, publicada en la revista Ñ del 18 de mayo, se tituló “Por qué cedemos a las tentaciones”. Los autores, profesores universitarios de medicina en los EE.UU., describen lo que creen que ocurre en el cerebro cuando vemos, olemos y degustamos un plato apetitoso. Opinan que estudiar la respuesta cerebral a la tentación aportará claves para controlar el tsunami de obesidad que asuela a su país. No desconocen cuánto contribuye a ello el exceso de alimentos y de propagandas que incitan a comer aun sin hambre, pero parecen no entenderlo hasta que ciertas “imágenes del cerebro” les confirman que, cuando un manjar abre el apetito, algunas personas ceden a la tentación y otras no.
Hasta aquí sólo llama la atención el hecho de que deban hacerse tan sofisticados experimentos de aspecto científico para obtener resultados que todo el mundo ya sabe. Pero se cree haber ganado algo al averiguar qué partes del cerebro intervienen en el proceso y al descubrir el discreto encanto del hipotálamo. En fin. Continuemos.
Según los autores, como la selección natural diseñó el cerebro para épocas de escasez, no preparó a sus coterráneos para afrontar un ambiente abundante en comidas hipercalóricas y baratas. Por eso, concluyen, a fin de combatir la obesidad habrá que entender cómo influye el cerebro en lo que comemos.
Esta argumentación merece varias reflexiones críticas.
Ante todo, muestra una supina ignorancia de la historia, ya que la abundancia de comida no produjo obesidad regional generalizada hasta mediados del siglo XX, mientras las culturas norteamericanas practicantes del potlatch aún hacían otra cosa con esa abundancia. Por lo tanto, este es un problema eminentemente cultural, antes que biológico.
Por otro lado, si bien los autores del artículo notan que el nuevo “entorno” no se caracteriza sólo por la abundancia de comida barata sino también por el exceso de publicidad, sus conclusiones no apuntan a entender cómo esta influye en el incremento del número de obesos, por más que sepan que es decisiva. ¿A qué habrá que atribuir tan palmario descuido?
En tercer lugar, si el objetivo fuese eliminar la “epidemia” de obesidad, ¿no sería más lógico prohibir la producción y venta de comida chatarra y la propaganda de alimentos en general? No hace falta un solo experimento para responder que sí, pero tampoco hay que contar con una bola de cristal para vaticinar que a pesar de eso tal prohibición no se implementará en el gran país del Norte.
En cuarto término, dado que, como todo el mundo sabe (incluso los autores citados), cada año mueren de hambre varios millones de personas en el mundo, una solución virtuosa consistiría en racionar los alimentos donde sobran y regalar el excedente a las regiones que los necesitan, evitando así la obesidad en un país y la hambruna en otros. Pero sabemos que sólo una radical revolución ética lograría que este nuevo potlatch sea implementado.
Continúa leyendo el artículo en la Ñ (03/06/13)
Revise, también, el documento en el que se pronuncia Fuerza Ciudadana sobre la Ley de promoción de alimentación saludable aquí.
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