Tren eléctrico de Lima |
Por Marcelo Pisarro
17/09/12
La muchacha está de pie
en una escalera mecánica. No importa el lugar, pues, en la tradición que nos
convoca, este lugar no es un lugar, no se define por el lado de los “síes” sino
de los “noes”. Lo que lo distingue no es la suma de ciertas cualidades sino la
ausencia de tales cualidades. La muchacha tiene veinte años y vive en una
ciudad repleta de escaleras mecánicas: en centros comerciales, el subte,
hoteles, salas de convenciones. Nació en 1992, el mismo año en que un
antropólogo francés llamado Marc Augé publicó un libro titulado Los no lugares: espacios del
anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Le bastó, a
Augé, una sola línea para determinar qué propiedades definían a un lugar y,
acto seguido, imaginarse qué sucedería si estas propiedades desaparecían: “Si
un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un
espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional
ni como histórico, definirá un no lugar”. La muchacha, de pie en la escalera
mecánica, atraviesa un sitio diferenciado por la negación: de la identidad, de
las relaciones, de la historia.
Lo sabe. Nunca leyó el
libro de Augé pero escuchó hablar de no lugares. Podrías preguntarle qué es un
no lugar y, tras un leve titubeo, la muchacha sortearía el significado
enciclopédico descerrajando una serie de ejemplos: shopping, autopista,
aeropuerto, supermercado, local de comidas rápidas. Eso es un no lugar. Todo
aquello que los dignatarios no homenajearían con placas conmemorativas, todo
aquello que no se ha ganado su ticket de ingreso al patrimonio de la ciudad.
Nunca se detuvo a
pensarlo. Podría leérsele esa línea de Augé, remarcársele las tres cualidades
faltantes: identidad, relación, historia. Entonces la muchacha frunciría el
ceño. Acaso recordaría las fiestas de cumpleaños en los peloteros de
McDonald’s, las tardes de estudio en el patio de comidas, un abrazo en la
estación de colectivos, las baguetes calientes del hipermercado y la encargada
de la caja rápida que siempre le pregunta: “¿Te la doblo?” La muchacha
titubearía de nuevo. ¿Ni identidad, ni relaciones, ni historia?
“No lugar” es uno de
esos pocos conceptos que saltan el vallado de las ciencias sociales para
insertarse en un campo de desempeño más amplio. Globalización, deconstrucción,
género, patriarcado, posmodernidad, flexibilización, son otros buenos ejemplos.
Este salto del cerco disciplinario supone una doble pérdida: de contexto y de
subtexto. “Las condiciones de producción del discurso científico –escribió el
semiólogo Eliseo Verón– preservan, presuponen necesariamente, el sub-texto y el
con-texto, tanto en producción como en recepción. Un fragmento de discurso
científico remite por un lado a la teoría a partir de la cual se estructura
(sub-texto) y a otros múltiples fragmentos, asociados a otras teorías sobre el
mismo objeto (con-texto) a cuya autoridad ese texto recurre, con los cuales
polemiza, a los cuales responde, etc. El destinatario de un texto científico no
puede ‘consumirlo’ adecuadamente sin activar el sub-texto y el con-texto”.
Cuando estos conceptos ganan terreno en un campo social menos acotado, dejan
tras de sí el contexto y el subtexto que forman parte de los presupuestos del
discurso científico: espacios de enunciación, corrientes de pensamiento
discutidas o impugnadas, notas al pie, guiños, paradigmas desafiados, hipótesis
acerca de cómo funciona el mundo que posicionan a ese concepto en una tradición
y no en otra, tradiciones que ese concepto busca destruir o que es capaz de
conjurar.
La muchacha de la
escalera, que sabe de la existencia del no lugar, desconoce el contexto y el
subtexto que posibilitaron la emergencia del concepto. No puede “activarlos”
para consumir el no lugar adecuadamente. Por esas condiciones, la discusión
parece reducida a una literalidad engañosa, despojada de anclajes técnicos,
como flotando en el aire: ¿en un shopping no hay identidad, ni relaciones, ni
historia? Sin el subtexto ni el contexto, sin la tradición que hace veinte años
Augé perseguía o rechazaba, sin la tradición que quizá inició, la idea de “no
lugar” parece más bien prosaica. Una tontería, como el “amor líquido” de
Zygmunt Bauman o como el “biopoder” de Michel Foucault leídos sin amarres
sub-con-textuales. Antes de preguntarse si el concepto de no lugar es
efectivamente tontón y prosaico, debe conjurarse el contexto y el subtexto, aun
en un medio (éste) que es incapaz de activarlos adecuadamente. Enunciar el
escollo epistemológico no significa resolverlo; significa enunciarlo, nada más.
Veinte años después es
difícil recordar lo atrapante que era el libro de Augé. En los mejores trabajos
publicados en 1992 se saborea la combinación entre sorpresa, nostalgia y
excitación que acompañaba los análisis teóricos de un mundo que parecía haber
cambiado, que parecía empecinado en dirigirse hacia el universo de la muchacha
de la escalera. En Las formas elementales de la vida religiosa, Emile Durkheim había
recordado que las categorías de espacio y tiempo “dominan toda nuestra vida
intelectual; son las que los filósofos llaman las categorías del
entendimiento”. En esos trabajos intentaba darse cuenta de una transformación
de esas categorías. Se sumaban neologismos, se ensayaban metáforas, se
arriesgaban nuevas formas de componer los pliegos de esa complicada ruptura.
Que el tiempo se acelera, que el mundo se encoge, que los ingenios que acercan
a las personas también las separan. Hoy eso parece trivial; veinte años antes,
todavía era un lenguaje que debía sistematizarse.
“La historia se acelera
–escribió Augé–. Apenas tenemos tiempo de envejecer un poco que ya nuestro
pasado se vuelve historia, que nuestra historia individual pasa a pertenecer a
la historia. Las personas de mi edad conocieron en su infancia y en su
adolescencia la especie de nostalgia silenciosa de los antiguos combatientes
del 14-18, que parecía decirnos que ellos eran los que habían vivido la
historia (¡y qué historia!), y que nosotros no comprenderíamos nunca
verdaderamente lo que eso querría decir. Hoy los años recientes, los sesentas,
los setentas, muy pronto los ochentas, se vuelven historia tan pronto como
hicieron su aparición. La historia nos pisa los talones. Nos sigue como nuestra
sombra, como la muerte”.
“La historia nos pisa
los talones” es poesía pura, la clase de expresión ingeniosa cuyo contexto y
subtexto uno está dispuesto a sacrificar de buena gana. El libro está lleno de
estas expresiones ingeniosas; “no lugar” sólo es una de ellas, también
irresistible cuando se le quitan los anclajes: el no lugar como espacio
simétrico e inverso del lugar, como Bizarro para Superman y Venom para
Spiderman. El lugar era el héroe; el no lugar, el antihéroe.
El libro dialogaba con
varias tradiciones que se cruzaban, que se daban codazos por imponer su voz.
Augé –nacido en 1935– había hecho etnografía en Africa, luego había vuelto a
Europa y había estudiado el subte parisino. Ahora se lanzaba a teorizar sobre
el mundo como totalidad. Buena parte del libro justifica ese cambio de escala
metodológica: por qué una ciencia diseñada para estudiar a los otros lejanos y
exóticos, primero vuelve la vista hacia las interacciones cotidianas de la
propia sociedad y luego se lanza a la cultura global, a lo que Augé llamaba
“sobremodernidad”.
Los lugares identitarios,
relacionales e históricos respondían a un siglo de sociología y antropología,
en especial francesa y estructuralista: Marcel Mauss, Claude Lévi-Strauss,
Durkheim, todos ocupaban su lugar en la mesa. Asimismo el no lugar seguía su
propio derrotero, también de gusto francés: Michel de Certeau, Maurice
Merleau-Ponty, Louis Marin. Pero en 1992, apostó Augé, las clásicas nociones de
itinerarios, intersecciones, centros y encrucijadas ya no servían en una
espacialidad cuyos límites y fronteras se transformaban de manera drástica. El
lugar antropológico (un principio de sentido para quienes lo habitan y un
principio de inteligibilidad para quien lo observa) chocaba contra la
sobremodernidad: “Un mundo donde se nace en la clínica y donde se muere en el
hospital, donde se multiplican, en modalidades lujosas o inhumanas, los puntos
de tránsito y las ocupaciones provisionales (las cadenas de hoteles y las
habitaciones ocupadas ilegalmente, los clubes de vacaciones, los campos de
refugiados, las barracas miserables destinadas a desaparecer), donde se
desarrolla una apretada red de medios de transporte que son también espacios
habitados, donde el habitué de los supermercados renueva con los gestos del
comercio ‘de oficio mudo’, un mundo así prometido a la individualidad
solitaria, a lo provisional y a lo efímero, al pasaje, propone al antropólogo y
también a los demás un objeto nuevo”.
Ese nuevo objeto asumía
la forma de no lugar, “la medida de la época”, y si bien Augé insistía en que
“el lugar y el no lugar son más bien polaridades falsas: el primero no queda
nunca completamente borrado y el segundo no se cumple nunca totalmente: son
palimpsestos donde se reinscribe sin cesar el juego intrincado de la identidad
y de la relación”, lo que quedó tras el salto de vallado disciplinario fue una
caricatura: el no lugar es el shopping. Y si a una muchacha nacida en 1992, que
vive en una ciudad llena de escaleras mecánicas, le quitan el contexto y el
subtexto y le dicen que en buena parte de su mundo cotidiano no hay historia,
ni relaciones, ni identidad, parece lógico que frunza el ceño. “El usuario del
no lugar siempre está obligado a probar su inocencia”, escribió Augé, otra
expresión ingeniosa. El concepto académico, libre de anclajes, no tiene por qué
hacerlo; esa es la mejor lección tras veinte años de no lugares.
Tomado
de la Ñ