martes, 10 de febrero de 2015

¿TIENEN FUTURO LAS HUMANIDADES?








Por Frank Donoghue
Trabaja como profesor en The Ohio State University. The Corporate University and the Fate of the Humanities es su último libro. © The Chronicle of Higher Education
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Artículo tomado de El Malpensante

Hace más de una década tuve una conversación con mi médico de cabecera sobre el libro de Bill Readings The University in Ruins. Reproduje el argumento del libro y recibí una respuesta sorprendente. “La universidad está en buena forma”, me dijo mi doctor. Se explayó diciendo que su puesto como miembro de la facultad de medicina de la Universidad Estatal de Ohio le proporcionaba flexibilidad horaria y un buen sueldo, su práctica privada lo complementaba y, más importante aún, sus estudios sobre la hipertensión, patrocinados por el gigante farmacéutico Pfizer, eran muy lucrativos.
La revelación de que mi colega veía la universidad como un medio por el cual podía trabajar para una gran corporación tuvo un efecto profundo en mi forma de pensar y en mis posteriores escritos sobre la educación universitaria. Me quedé con la sospecha de que los humanistas usan con demasiada frecuencia los términos “humanidades” y “universidad” como si fueran equivalentes. La universidad no está más cerca de encontrarse en ruinas ahora que cuando Readings publicó su libro, en 1997. 
La ecuación es omnipresente: lo atestigua la reciente iniciativa, Academia en Tiempos Difíciles, que anunció Rosemary Feal, directora ejecutiva de la Modern Language Association. Feal dijo: “No hace falta decir que la academia está pasando por uno de los períodos más difíciles de su historia”. Portavoz de varios campos en las humanidades, Feal parece suponer que “la academia” y “las humanidades” son sinónimas y que ambas necesitan protección en la economía actual.
Pero las humanidades y la universidad no son lo mismo. Desde la década de 1970, todas las disciplinas humanísticas han sufrido de falta de recursos presupuestales y carencia de un mercado de trabajo. Pero eso ocurre solo en las humanidades. La Universidad de Ohio recientemente remodeló por completo su biblioteca y construyó un centro recreativo de última generación (ahora parece que ninguna universidad lo es verdaderamente si no tiene un muro de escalada). Los sueldos de los profesores de negocios y de derecho reflejan la valoración que la universidad tiene de sus docentes: un profesor de tiempo completo en carreras de negocios gana en promedio 208.000 dólares al año; uno de derecho, 180.000, mientras el titular de una cátedra de artes y humanidades gana en promedio 108.000. La historia se repite en otras universidades: la Indiana University en Pennsylvania construyó hace poco la mayor residencia universitaria del país. Los buenos tiempos corren en la educación superior.
Lo que ha ocurrido es que el centro de gravedad en casi todas las universidades se ha desplazado tan lejos de las humanidades que la respuesta más pertinente a la pregunta “¿las humanidades sobrevivirán en el siglo XXI?” no es “sí” o “no”, sino “¿a quién le importa?”.
Tenemos que empezar por preguntar: “Si las humanidades y la universidad no son la misma cosa, ¿cuáles son las consecuencias para las humanidades?”. Si la conversación que tuve con mi médico es un indicador, las consecuencias para las humanidades no son buenas, lo que debería llevarnos a formular preguntas adicionales. Lo más importante es que tenemos que examinar nuestras disciplinas en el contexto de una historia institucional más amplia. Para los estudiantes de 1910, la pregunta “¿las humanidades sobrevivirán al siglo xx?” se habría podido responder sin problemas: “Por supuesto”. Andrew Carnegie, quien pronunció la célebre frase de que la educación en artes liberales capacitaba a un graduado para “la vida en otro planeta”, podría añadir: “Sí, pero qué lástima”. Solo puedo pensar en una persona, Thorstein Veblen, que habría dicho: “Sí, por supuesto”. Avancemos rápidamente un siglo: nadie está seguro del todo respecto a la supervivencia de las humanidades.
Examinemos en primer lugar los contenidos. Sorprendentemente (al menos para mí), el plan de estudios de 1910, aunque ha cambiado mucho, aún puede reconocerse en la actualidad. Casi todos los clásicos han desaparecido. Desde que Harvard y Yale eliminaron el griego como requisito a finales del xix, el interés de los estudiantes decayó rápidamente. En 1907, el 98% de los estudiantes que ingresaban a Yale tenían conocimientos previos de griego. En 1921, catorce años después, solo el 50% tenía conocimientos previos de esa lengua y una vez en Yale solo el 8?idía continuar su estudio. El hecho es que el plan de estudios se mantuvo más o menos intacto durante el siglo XX, pero a medida que más universidades comenzaron a ofrecer electivas y a introducir el concepto de especialización académica, los estudiantes dejaron poco a poco de estudiar humanidades.
Así, el énfasis ha cambiado de manera significativa. Un estudio publicado por Stanford University Press en 2006, sobre las tendencias de contratación en las facultades de la Comunidad Británica durante el siglo XX, lo confirma. El estudio mostró que, entre 1915 y 1995, el número total de profesores de humanidades se redujo en un 41%, mientras que en las ciencias sociales aumentó en un 222%. En ciencias naturales el número se redujo en un 12%. Si los cambios en Estados Unidos son aún vagamente comparables (y creo que lo son), entonces la participación que tienen las humanidades en el pastel universitario ha ido disminuyendo desde hace casi un siglo.
La cambiante misión social de la universidad también contribuirá a la reducción de las humanidades a medida que avancemos. A las universidades de 1910 iba una pequeña parte de la población, solo los hijos de la élite. La universidad era en la mayoría de los casos gratuita o muy barata, pero no servía para nada en la vida de la gran mayoría de los trabajadores. Actualmente, una credencial de alguna universidad es casi obligatoria para cualquier trabajo en el que se pague un salario digno. Aproximadamente 18 millones de estudiantes están matriculados, números cuyo incremento está previsto. A primera vista, podría parecer que es un buen augurio para las humanidades, pero en realidad es todo lo contrario. Las credenciales que esos estudiantes buscan, y las universidades que las conceden, habrían sido imprevisibles en 1910.
Sería difícil imaginar que una importante universidad de investigación se construyera desde cero hoy en día. Los costos están volviendo casi imposible asistir durante cuatro años a universidades y escuelas de artes liberales. Como resultado, la segunda mitad del siglo XX fue testigo de una explosión en el número de escuelas de dos años, que siguen siendo baratas y exigen menos tiempo a los estudiantes. Los community colleges están en auge. En 2009, Lone Star College, una red de instituciones de dos años en Houston, compró un gran edificio de oficinas de Hewlett-Packard para sus casi 62.000 estudiantes, número que va en aumento. Columbus State Community College, en Ohio, alcanzó este año los límites de su campus y tuvo que arrendar salones de la cercana Universidad de Franklin.
El fenómeno de los community colleges, actualmente apenas capaces de soportar el ritmo de inscripciones, ha allanado el camino para la universidad con ánimo de lucro. Aunque siempre resultan más caras, son expertas en aprovechar el sistema nacional de ayuda financiera para reclutar estudiantes pobres. En la gran mayoría de esos centros los estudiantes asisten sin tener que pagar de su bolsillo. Los contribuyentes les subvencionan, lo que sigue demostrando ser un despilfarro bastante exitoso.
Estas nuevas y prósperas instituciones prácticamente no tienen compromiso con las humanidades, sino que generalmente están orientadas hacia la ocupación. Un ejemplo terrible: en todo 2001, en la industria universitaria con ánimo de lucro se graduaron poco más de 28.000 estudiantes con títulos en administración y negocios, un poco más de 10.000 en ciencias de la salud, y ni uno solo en inglés. A pesar de la progresiva expansión de la población estudiantil, las humanidades siguen perdiendo terreno. El último año en que el 50% de estudiantes se graduó en las tradicionales artes liberales –inglés, historia, lenguas, filosofía– fue en 1970, un porcentaje mayor de lo que había sido en mucho tiempo.

Volvamos a los comentarios de mi médico sobre Pfizer. Hablan mucho de la base material de la nueva universidad. En el clima económico de los últimos cuarenta años, las universidades tradicionales se están convirtiendo en laboratorios de investigación y desarrollo y puestos de venta para las corporaciones multinacionales. Ese estado de cosas afecta más directamente a las universidades en el sector público, como documenta el meticuloso y deprimente estudio de Gaye Tuchman, Wannabe U: Inside the Corporate University. Desde la década de 1970, la educación superior pública ha dejado de ser considerada una responsabilidad cívica y se ha convertido en otro tipo de entidad. James Duderstadt, presidente de la Universidad de Michigan entre 1988 y 1996, describió crudamente la tendencia durante su mandato: “Solíamos estar apoyados por el Estado, después asistidos por el Estado, y ahora en estado de crisis”. Tiene razón. Hoy en día la Universidad de Michigan recibe cerca del 8% de su presupuesto del Estado.
Así, las universidades no han tenido otra opción que funcionar cada vez más como empresas y formar alianzas corporativas; este giro ha alterado profundamente su dinámica institucional. La investigación fue la primera en sentir los efectos. La ley Bayh-Dole de 1980 estipula que las patentes producto de investigaciones financiadas por el gobierno y realizadas por miembros de la facultad no pertenecen a los profesores, sino a las universidades que los emplean. Por supuesto, la legislación solo es relevante para el área de ciencias aplicadas, a los que pertenecen por ejemplo los estudios sobre la hipertensión. Pero la perspectiva de las patentes comercializables hace de las universidades una inversión atractiva para las empresas, que ahora tienen que negociar solo con los directivos, y no con toda la variedad de miembros de una facultad.
En términos más generales, la ley Bayh-Dole inauguró la era de las donaciones corporativas. Estas fuentes de ingresos mantienen las universidades estatales a flote. La Estatal de Ohio, por ejemplo, ocupa el tercer lugar en Estados Unidos en recaudación de donaciones corporativas. Las universidades privadas de élite, en cambio, descansan sobre las donaciones de antiguos alumnos.
El cambio en la base material de la universidad deja las humanidades completamente fuera. Las corporaciones no hacen donaciones para las humanidades porque nuestra cultura de investigación es a la vez independiente y absurda. En esencia, les damos los derechos de nuestros artículos académicos y de nuestras monografías a las editoriales universitarias, y luego se los compramos de nuevo, o exigimos que nuestras bibliotecas los recompren, con márgenes exorbitantes. Y entonces nadie las lee. El actual sistema de carrera académica nos obliga a convertirnos en productores de esas cosas que ya nadie consume. Por tanto, ¿las humanidades sobrevivirán al siglo XXI? Mi conjetura puede sorprender, a la luz de las tendencias que acabo de exponer: sí.
Se siguen escribiendo novelas inteligentes; la no-ficción de los humanistas que desafían la afiliación disciplinaria (Thomas Friedman, Malcolm Gladwell y Garry Wills, entre otros) todavía aparece en las listas de bestsellers, y brillantes películas independientes (como Quién quiere ser millonario) de vez en cuando consiguen grandes audiencias.
La supervivencia de las humanidades en el mundo académico, sin embargo, es una historia diferente. En algún punto de 2110, las humanidades aún tendrán un hogar, pero no será la universidad. Necesitamos por lo menos entrever la posibilidad de que las humanidades no necesiten instituciones académicas para sobrevivir; realmente lo hacen muy bien por su cuenta.
Algunas personas pueden argumentar que, aunque las humanidades florezcan fuera del ámbito académico, algún grupo tendrá que formar a la nueva generación de humanistas públicos en la forma de leer y escribir. Tal vez, pero no veo ninguna razón de peso para que los formadores deban ser profesores universitarios. Hubo muchos grandes poetas, dramaturgos y novelistas en Estados Unidos mucho antes de 1922, cuando la Universidad de Iowa se convirtió en la primera del país en aceptar proyectos creativos como tesis de grado. Russell Jacoby, en The Last Intellectuals, dibujó de manera persuasiva la migración de los humanistas desde el mundo de las revistas literarias a la academia. Dado que las condiciones del trabajo universitario en las humanidades se siguen erosionando, ¿qué detendrá una nueva migración hacia otros puertos?
Cuando nos planteamos la cuestión de si las humanidades sobrevivirán al siglo XXI, realmente nos estamos preguntando: “¿Las humanidades tienen un lugar en el plan de estudios de enseñanza superior?”. Ésta no es realmente una cuestión intelectual, sino una reflexión profesional, porque a los humanistas nos gustaría vernos como guardianes de los planes de estudio. Sin embargo, en realidad no lo somos ni lo hemos sido durante las dos últimas generaciones. Los planes de estudio cambian con el tiempo, y las humanidades simplemente no tienen un lugar en el currículo emergente del siglo XXI.

Artículo tomado de El Malpensante