Por
Frank Donoghue
Trabaja como profesor en
The Ohio State University. The Corporate University and the Fate of the
Humanities es su último libro. © The Chronicle of Higher Education
Artículo tomado de El Malpensante
Hace más de una década tuve una
conversación con mi médico de cabecera sobre el libro de Bill Readings The
University in Ruins. Reproduje el argumento del libro y recibí una
respuesta sorprendente. “La universidad está en buena forma”, me dijo mi
doctor. Se explayó diciendo que su puesto como miembro de la facultad de
medicina de la Universidad Estatal de Ohio le proporcionaba flexibilidad
horaria y un buen sueldo, su práctica privada lo complementaba y, más
importante aún, sus estudios sobre la hipertensión, patrocinados por el gigante
farmacéutico Pfizer, eran muy lucrativos.
La revelación de que mi colega veía la universidad
como un medio por el cual podía trabajar para una gran corporación tuvo un
efecto profundo en mi forma de pensar y en mis posteriores escritos sobre la
educación universitaria. Me quedé con la sospecha de que los humanistas usan
con demasiada frecuencia los términos “humanidades” y “universidad” como si
fueran equivalentes. La universidad no está más cerca de encontrarse en ruinas
ahora que cuando Readings publicó su libro, en 1997.
La ecuación es omnipresente: lo atestigua la
reciente iniciativa, Academia en Tiempos Difíciles, que anunció Rosemary Feal,
directora ejecutiva de la Modern Language Association. Feal dijo: “No hace
falta decir que la academia está pasando por uno de los períodos más difíciles
de su historia”. Portavoz de varios campos en las humanidades, Feal parece
suponer que “la academia” y “las humanidades” son sinónimas y que ambas
necesitan protección en la economía actual.
Pero las humanidades y la universidad no son lo
mismo. Desde la década de 1970, todas las disciplinas humanísticas han sufrido
de falta de recursos presupuestales y carencia de un mercado de trabajo. Pero
eso ocurre solo en las humanidades. La Universidad de Ohio recientemente
remodeló por completo su biblioteca y construyó un centro recreativo de última
generación (ahora parece que ninguna universidad lo es verdaderamente si no
tiene un muro de escalada). Los sueldos de los profesores de negocios y de
derecho reflejan la valoración que la universidad tiene de sus docentes: un
profesor de tiempo completo en carreras de negocios gana en promedio 208.000
dólares al año; uno de derecho, 180.000, mientras el titular de una cátedra de
artes y humanidades gana en promedio 108.000. La historia se repite en otras
universidades: la Indiana University en Pennsylvania construyó hace poco la
mayor residencia universitaria del país. Los buenos tiempos corren en la
educación superior.
Lo que ha ocurrido es que el centro de gravedad en
casi todas las universidades se ha desplazado tan lejos de las humanidades que
la respuesta más pertinente a la pregunta “¿las humanidades sobrevivirán en el
siglo XXI?” no es “sí” o “no”, sino “¿a quién le importa?”.
Tenemos que empezar por preguntar: “Si las
humanidades y la universidad no son la misma cosa, ¿cuáles son las
consecuencias para las humanidades?”. Si la conversación que tuve con mi médico
es un indicador, las consecuencias para las humanidades no son buenas, lo que
debería llevarnos a formular preguntas adicionales. Lo más importante es que
tenemos que examinar nuestras disciplinas en el contexto de una historia
institucional más amplia. Para los estudiantes de 1910, la pregunta “¿las
humanidades sobrevivirán al siglo xx?” se habría podido responder sin
problemas: “Por supuesto”. Andrew Carnegie, quien pronunció la célebre frase de
que la educación en artes liberales capacitaba a un graduado para “la vida en
otro planeta”, podría añadir: “Sí, pero qué lástima”. Solo puedo pensar en una
persona, Thorstein Veblen, que habría dicho: “Sí, por supuesto”. Avancemos
rápidamente un siglo: nadie está seguro del todo respecto a la supervivencia de
las humanidades.
Examinemos en primer lugar los contenidos.
Sorprendentemente (al menos para mí), el plan de estudios de 1910, aunque ha
cambiado mucho, aún puede reconocerse en la actualidad. Casi todos los clásicos
han desaparecido. Desde que Harvard y Yale eliminaron el griego como requisito
a finales del xix, el interés de los estudiantes decayó rápidamente. En 1907,
el 98% de los estudiantes que ingresaban a Yale tenían conocimientos previos de
griego. En 1921, catorce años después, solo el 50% tenía conocimientos previos
de esa lengua y una vez en Yale solo el 8?idía continuar su estudio. El hecho
es que el plan de estudios se mantuvo más o menos intacto durante el siglo XX,
pero a medida que más universidades comenzaron a ofrecer electivas y a
introducir el concepto de especialización académica, los estudiantes dejaron
poco a poco de estudiar humanidades.
Así, el énfasis ha cambiado de manera
significativa. Un estudio publicado por Stanford University Press en 2006,
sobre las tendencias de contratación en las facultades de la Comunidad
Británica durante el siglo XX, lo confirma. El estudio mostró que, entre 1915 y
1995, el número total de profesores de humanidades se redujo en un 41%,
mientras que en las ciencias sociales aumentó en un 222%. En ciencias naturales
el número se redujo en un 12%. Si los cambios en Estados Unidos son aún
vagamente comparables (y creo que lo son), entonces la participación que tienen
las humanidades en el pastel universitario ha ido disminuyendo desde hace casi
un siglo.
La cambiante misión social de la universidad
también contribuirá a la reducción de las humanidades a medida que avancemos. A
las universidades de 1910 iba una pequeña parte de la población, solo los hijos
de la élite. La universidad era en la mayoría de los casos gratuita o muy
barata, pero no servía para nada en la vida de la gran mayoría de los
trabajadores. Actualmente, una credencial de alguna universidad es casi
obligatoria para cualquier trabajo en el que se pague un salario digno.
Aproximadamente 18 millones de estudiantes están matriculados, números cuyo
incremento está previsto. A primera vista, podría parecer que es un buen
augurio para las humanidades, pero en realidad es todo lo contrario. Las
credenciales que esos estudiantes buscan, y las universidades que las conceden,
habrían sido imprevisibles en 1910.
Sería difícil imaginar que una
importante universidad de investigación se construyera desde cero hoy en día.
Los costos están volviendo casi imposible asistir durante cuatro años a
universidades y escuelas de artes liberales. Como resultado, la segunda mitad
del siglo XX fue testigo de una explosión en el número de escuelas de dos años,
que siguen siendo baratas y exigen menos tiempo a los estudiantes. Los community
colleges están en auge. En 2009, Lone Star College, una red de
instituciones de dos años en Houston, compró un gran edificio de oficinas de
Hewlett-Packard para sus casi 62.000 estudiantes, número que va en aumento.
Columbus State Community College, en Ohio, alcanzó este año los límites de su
campus y tuvo que arrendar salones de la cercana Universidad de Franklin.
El fenómeno de los community
colleges, actualmente apenas capaces de soportar el ritmo de inscripciones,
ha allanado el camino para la universidad con ánimo de lucro. Aunque siempre
resultan más caras, son expertas en aprovechar el sistema nacional de ayuda
financiera para reclutar estudiantes pobres. En la gran mayoría de esos centros
los estudiantes asisten sin tener que pagar de su bolsillo. Los contribuyentes
les subvencionan, lo que sigue demostrando ser un despilfarro bastante exitoso.
Estas nuevas y prósperas instituciones
prácticamente no tienen compromiso con las humanidades, sino que generalmente
están orientadas hacia la ocupación. Un ejemplo terrible: en todo 2001, en la
industria universitaria con ánimo de lucro se graduaron poco más de 28.000
estudiantes con títulos en administración y negocios, un poco más de 10.000 en
ciencias de la salud, y ni uno solo en inglés. A pesar de la progresiva
expansión de la población estudiantil, las humanidades siguen perdiendo
terreno. El último año en que el 50% de estudiantes se graduó en las
tradicionales artes liberales –inglés, historia, lenguas, filosofía– fue en
1970, un porcentaje mayor de lo que había sido en mucho tiempo.
Volvamos a los comentarios de mi
médico sobre Pfizer. Hablan mucho de la base material de la nueva universidad.
En el clima económico de los últimos cuarenta años, las universidades
tradicionales se están convirtiendo en laboratorios de investigación y
desarrollo y puestos de venta para las corporaciones multinacionales. Ese
estado de cosas afecta más directamente a las universidades en el sector
público, como documenta el meticuloso y deprimente estudio de Gaye Tuchman, Wannabe
U: Inside the Corporate University. Desde la década de 1970, la
educación superior pública ha dejado de ser considerada una responsabilidad
cívica y se ha convertido en otro tipo de entidad. James Duderstadt, presidente
de la Universidad de Michigan entre 1988 y 1996, describió crudamente la
tendencia durante su mandato: “Solíamos estar apoyados por el Estado, después
asistidos por el Estado, y ahora en estado de crisis”. Tiene razón. Hoy en día
la Universidad de Michigan recibe cerca del 8% de su presupuesto del Estado.
Así, las universidades no han tenido otra opción
que funcionar cada vez más como empresas y formar alianzas corporativas; este
giro ha alterado profundamente su dinámica institucional. La investigación fue
la primera en sentir los efectos. La ley Bayh-Dole de 1980 estipula que las
patentes producto de investigaciones financiadas por el gobierno y realizadas
por miembros de la facultad no pertenecen a los profesores, sino a las
universidades que los emplean. Por supuesto, la legislación solo es relevante
para el área de ciencias aplicadas, a los que pertenecen por ejemplo los
estudios sobre la hipertensión. Pero la perspectiva de las patentes
comercializables hace de las universidades una inversión atractiva para las
empresas, que ahora tienen que negociar solo con los directivos, y no con toda
la variedad de miembros de una facultad.
En términos más generales, la ley Bayh-Dole
inauguró la era de las donaciones corporativas. Estas fuentes de ingresos
mantienen las universidades estatales a flote. La Estatal de Ohio, por ejemplo,
ocupa el tercer lugar en Estados Unidos en recaudación de donaciones corporativas.
Las universidades privadas de élite, en cambio, descansan sobre las donaciones
de antiguos alumnos.
El cambio en la base material de la universidad
deja las humanidades completamente fuera. Las corporaciones no hacen donaciones
para las humanidades porque nuestra cultura de investigación es a la vez
independiente y absurda. En esencia, les damos los derechos de nuestros
artículos académicos y de nuestras monografías a las editoriales
universitarias, y luego se los compramos de nuevo, o exigimos que nuestras
bibliotecas los recompren, con márgenes exorbitantes. Y entonces nadie las lee.
El actual sistema de carrera académica nos obliga a convertirnos en productores
de esas cosas que ya nadie consume. Por tanto, ¿las humanidades sobrevivirán al
siglo XXI? Mi conjetura puede sorprender, a la luz de las tendencias que acabo
de exponer: sí.
Se siguen escribiendo novelas
inteligentes; la no-ficción de los humanistas que desafían la afiliación
disciplinaria (Thomas Friedman, Malcolm Gladwell y Garry Wills, entre otros)
todavía aparece en las listas de bestsellers, y brillantes películas
independientes (como Quién quiere ser millonario) de vez en cuando
consiguen grandes audiencias.
La supervivencia de las humanidades en el mundo
académico, sin embargo, es una historia diferente. En algún punto de 2110, las
humanidades aún tendrán un hogar, pero no será la universidad. Necesitamos por
lo menos entrever la posibilidad de que las humanidades no necesiten
instituciones académicas para sobrevivir; realmente lo hacen muy bien por su
cuenta.
Algunas personas pueden argumentar
que, aunque las humanidades florezcan fuera del ámbito académico, algún grupo
tendrá que formar a la nueva generación de humanistas públicos en la forma de
leer y escribir. Tal vez, pero no veo ninguna razón de peso para que los
formadores deban ser profesores universitarios. Hubo muchos grandes poetas,
dramaturgos y novelistas en Estados Unidos mucho antes de 1922, cuando la
Universidad de Iowa se convirtió en la primera del país en aceptar proyectos
creativos como tesis de grado. Russell Jacoby, en The Last
Intellectuals, dibujó de manera persuasiva la migración de los humanistas
desde el mundo de las revistas literarias a la academia. Dado que las
condiciones del trabajo universitario en las humanidades se siguen erosionando,
¿qué detendrá una nueva migración hacia otros puertos?
Cuando nos planteamos la cuestión de si las
humanidades sobrevivirán al siglo XXI, realmente nos estamos preguntando: “¿Las
humanidades tienen un lugar en el plan de estudios de enseñanza superior?”.
Ésta no es realmente una cuestión intelectual, sino una reflexión profesional,
porque a los humanistas nos gustaría vernos como guardianes de los planes de
estudio. Sin embargo, en realidad no lo somos ni lo hemos sido durante las dos
últimas generaciones. Los planes de estudio cambian con el tiempo, y las
humanidades simplemente no tienen un lugar en el currículo emergente del siglo
XXI.
Artículo tomado de El Malpensante