viernes, 16 de noviembre de 2012

LA EXTINCIÓN MENOS PENSADA

Como ocurre con las especies animales, los signos de puntuación también nacen, viven y mueren. ¿Las nuevas tecnologías impulsan la desaparición del “¿” y el “¡”?

Como el sonido lejano de la alarma de un auto, el dato se repite tantas veces que ya se volvió invisible. Olvidamos que está ahí: cada día se extinguen unas 150 especies de animales en el mundo. Según la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, el 41% de los anfibios, un 33% de los corales, un 25% de los mamíferos y un 13% de las aves están en rumbo directo a decirle adiós, y para siempre, a la Tierra. El orangután de Sumatra, el leopardo de las nieves y la tortuga baula se encuentran a punto de transformarse en simples figuritas del álbum de los recuerdos de la naturaleza. Y no sería nada extraño si, dentro de un par de décadas, el gorila de montaña, el atún rojo y el rinoceronte de Java fueran confundidos con el hipogrifo, el Odradek y demás ejemplares de El libro de los seres imaginarios borgiano.

El golpe –ecológico, ético, biológico–, claro, es fuerte. Pero eso no implica que sea el único. Las especies de animales no son las únicas que se extinguen. Se extinguen, también, las lenguas: de los 6.809 idiomas que se supone hay en el planeta, desaparece uno cada 15 días, sin contar con que en la Argentina ya se esfumaron el atacameño, el ona, el gününa küne y el vilela. Y, por si fuera poco, se extinguen también los símbolos. Y entre ellos, aunque parezcan eternos e intocables, aquellos de un gremio especial: los signos de puntuación, aquellos semáforos de la lengua que ayudan a que no nos tropecemos ni atragantemos con las palabras.

Algunos, incluso, desaparecen sin que muchos supieran siquiera que alguna vez estuvieron ahí, listos para ser usados. Por ejemplo, uno llamado “interrobang”. Indicador de sorpresa, algo así como “?!” –del “¿¡en serio!?”– pero fusionados en el mismo símbolo, fue inventado en los sesenta por el publicista neoyorquino Martin Spekter. Arañó la fama cuando se coló entre las teclas de las máquinas de escribir Remington en 1968 pero no tardó en hundirse en el olvido.

Algo similar ocurrió con otro signo no menos curioso llamado “snark”, una especie de signo de interrogación invertido, como reflejado en un espejo, ideado en el siglo XVI por el impresor inglés Henry Denham como mecanismo para advertirle al lector que una pregunta era retórica. El snark, sin embargo, sufrió en carne propia la indiferencia y nunca fue comprendido ni utilizado masivamente por entonces, cuando la imprenta daba sus primeros pasos y los nuevos lectores –que lentamente se acostumbraban a leer en silencio– imploraban el establecimiento de una puntuación estándar, aquella que recién comenzó a tomar forma en 1566 cuando el impresor italiano Aldo Manuzio publicó el primer libro de normas de puntuación, su Orlhographiae Ratio (Sistema de ortografía), que incluía el punto, la coma, los dos puntos y el punto y coma.

En realidad, Manuzio no fue un pionero gramatical: al primero que se le habían ocurrido estos indicadores fue a Aristófanes de Bizancio –uno de los grandes bibliotecarios de Alejandría– en el año 200 para combatir lo que desde los antiguos textos griegos y por varios siglos después se conoció como scriptio continua , la costumbre de escribir ininterrumpidamente en mayúscula, sin espacio y sin puntuación. Una verdadera tortura para el lector.

Pero volviendo al snark, como varios signos que nunca llegaremos a conocer o a utilizar, su vida fue fugaz, pese a que en 1899 tuvo una segunda oportunidad al ser resucitado por el poeta francés Alcanter de Brahm como señal de sarcasmo o de ironía.

Y así llegamos a nuestros días, tiempos tan globalizados como acelerados, en los que los signos de puntuación no dejan de nacer, vivir y, también, morir. Los símbolos, se sabe, no mueren de causas naturales. Se extinguen cuando los carteles publicitarios cargados de errores y omisiones se vuelven la norma y no la excepción. Se esfuman cuando el escribiente –en chats y mensajes de texto– les suelta la mano y pierde su fe en ellos, cuando comprende en un arrebato silencioso de rebeldía gramatical que puede vivir su vida sin ellos. Y también cuando las profesoras de castellano tiran la toalla y se cansan de marcar en un examen –con birome roja o a lo sumo verde– su ausencia.

Así podría pensarse una “lista roja” de signos de puntuación amenazados encabezada en estos momentos por dos signos que coquetean con la extinción: los signos de interrogación y exclamación de apertura –“¿” y “¡”–, exclusivos del español. En el caso del “¿” fue introducido por decreto recién en 1754 en la segunda edición de La ortografía de la Real Academia Española para indicar bien desde el comienzo que se trataba de una pregunta. La adopción no fue de un día al otro: tardó casi un siglo en colarse en los libros y siempre hubo rebeldes que se negaron a usarlo como el poeta chileno Pablo Neruda.

La biografía de su compañero de oración, el “?”, es curiosa: un investigador de la Universidad de Cambridge llamado Chip Coakley halló recientemente la versión más antigua de este símbolo –conocida como zagwa elaya – en un manuscrito siríaco, un dialecto del arameo, la principal lengua literaria de Medio Oriente entre los siglos III y VIII: consiste en dos puntos, uno encima del otro.

Aún así, ahí no nació la costumbre de indicar textualmente una pregunta. En forma independiente, distintos signos de interrogación surgieron en todo el mundo: los griegos utilizaban el punto y coma; los egipcios, los tres puntos; los armenios usan una especie de círculo abierto que se ubica entre la última y la penúltima letra de la palabra de la pregunta. Y durante la Edad Media los escribas indicaban el carácter interrogativo de una oración al poner la palabra quaestio al final de la frase. La tediosa tarea de escribir un libro a mano hizo que los copistas abreviaran esta palabra: primero se convirtió en “qo” y luego comenzaron a colocar la “q” arriba de la “o”. No tardó mucho para que la “q” mutase en un garabato y la “o” en un punto. El llamado punctus interrogativus había llegado para quedarse aunque recién en el siglo XVIII adoptó la forma actual que conocemos y usamos.

Y ahora, su compañero de oración –“¿”– y su pariente exclamativo –“¡”– se volvieron intermitentes. A veces están y a veces no. Sus asesinos son la velocidad de las cosas, la aceleración del saludo por el celular, el mensaje de “feliz cumpleaños!!!” dejado en un muro de Facebook, el contagio de costumbres gramaticales inglesas, o simplemente la informalidad, aquella que impulsa en Twitter el uso de “tu” sobre el “vous” en francés entre desconocidos, el “du” sobre el “sie” en alemán, el “to” sobre el “shoma” en farsi.
Nadie sabe exactamente cuándo sucederá ni dónde pero de un momento a otro signos como el “¿” y el “¡” morirán para convertirse en ese preciso instante en el objeto de deseo de paleolingüistas, cazadores de signos, coleccionistas de notas al pie de la historia.

Aunque no podría decirse si esta extinción esté bien o mal. A fin de cuentas, no leemos ni escribimos como antes. En casi dos generaciones, cambiaron los soportes a una velocidad inimaginada. Y, tal vez, los signos de puntuación también evolucionen y se adapten a su nuevo medio ambiente. “O no?”.

Tomado de Revista la Ñ

ELOGIO (Y ELEGÍA) DE LOS SIGNOS DE PUNTUACIÓN

Filólogo español Carlos Álvarez Garriga

 Julio de 2012, El Malpensante

El colegio, los mensajes de texto, el correo electrónico e incluso los correctores están propiciando el lento ocaso de varios signos de puntuación. ¿Qué perdemos cuando ya nadie sepa cómo utilizarlos?

Si usted, que con tanta amabilidad surca estas líneas con los ojos –en el caso de que lea en braille diríamos “con las yemas” (o sea la punta de los dedos [de uno, de dos o de tres; no lo sé])–, si usted, digo, que ¿con cierta incomodidad producida por la acumulación de incisos? recorre estas palabras a toda velocidad y, al acabar el párrafo, lo considera un modo de empezar demasiado arduo pero aun así ha llegado hasta aquí, podemos felicitarnos: «¡Aún no está todo perdido!». Sin embargo es muy dudoso que algún corrector/a estampe su nihil obstat en un fragmento introductorio en el que, si no me equivoco..., aparecen diseminados casi todos los signos de puntuación que admite nuestra gramática.

Con el afán propio del oficio tal como lo enseñan (?) ahora, diríase que la corrección de textos consiste en tapar los poros enyesando los originales mediante el uso de un papel de lija uniformador, con lo cual todas las traducciones suenan igual y todas las prosas con el mismo martilleo: tac-tacatac, tac-tacatac, tac; salto de párrafo; tac-tacatac, tac-tacatac, tac; etcétera. Puede pensarse que quizá esta pasión por la frase enclenque y los párrafos minúsculos se corresponde con la invención retórica de Alejandro Dumas, que saltaba como un canguro porque cobraba por página y la esponjosidad visual le resultaba de lo más rentable, pero no; llámenme paranoico (¡a la cara!) porque me parece que la aniquilación calculada de algunos signos de puntuación forma parte de la conjura internacional profetizada por Adorno en “Signos de puntuación”, donde decía lo siguiente:
El miedo a períodos largos, de a página, es un miedo suscitado por el mercado, el miedo al cliente que no quiere esforzarse y al que fueron adaptándose primero los redactores y luego los escritores, para ganarse la vida, hasta inventar al final de su adaptación ideologías como la de la lucidez, la dureza objetiva, la precisión comprimida. Pero en esta tendencia son inseparables el lenguaje y la cosa. Con el sacrificio del período el pensamiento mismo se hace de poco aliento. La prosa se rebaja a la proposición de protocolo, hija favorita de los positivistas, al mero registro de los hechos, y mientras la sintaxis y la interpunción renuncian al derecho de articular y formar ese registro, de ejercer crítica sobre él, el lenguaje se dispone a capitular [...]. La cosa empieza con la pérdida del punto y coma, y termina con la ratificación de la oligofrenia por una racionalidad de la que se ha extirpado todo añadido.
Me entretengo con estos rompecabezas mientras estoy en la biblioteca pública de la esquina y recuerdo con desesperación y nostalgia que cuando se instalaron en el nuevo edificio se deshicieron de la Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, la Espasa de 39 tomos, por su excesivo volumen. Hoy me he fijado en cuatro fotografías exhibidas en el panel de la entrada. En ellas aparecen, de izquierda a derecha y de arriba a abajo: nueve personas que fingen estar repasando apuntes (nadie estudia con la espalda tan erguida); una viejecita apoltronada en un sillón simulando que hojea un periódico, y al fondo un chico que elige cedés; dos individuos que charlan mientras navegan con sus ordenadores portátiles y, alerta, un niño sentado en el suelo como los siux ¡que lee! Lo miro con más atención: lo que tiene en el regazo no es un cuento sino un álbum de futbolistas: puro realismo social. (Ahora entiendo por qué cada vez que me levanto para ir a por un ejemplar de consulta todos interrumpen instantáneamente la escritura de mensajes de texto en sus enmudecidas berrynegras y me miran con escándalo. ¿Qué creen, que soy un pornógrafo incontinente? Mejor será que me vaya antes de que me denuncien a la Bibliotecaria Superiora, esa que chista todo el rato porque, caramba, la están distrayendo y así no hay quien termine el sudoku.)


Cuando llego a mi casa y miro las estanterías, me pregunto qué harán mis hijos con esos volúmenes cuando yo ya no esté: ¿quizá construcciones como aquellos niños de una novela de Carpentier en que los utilizaban para construir fortalezas y puentes levadizos; quizá dioramas o belenes aprovechando las ideas de la serie Biblos del artista canadiense Guy Laramee? Haré la prueba del 9 sobre la erosión de la cultura: llamo a mi hijo mayor, dibujo un punto y coma redondeadito en una hoja y le pregunto si sabe lo que es. Está en primero de secundaria y muy ofendido. (Claro que lo sabe desde muy chico porque cuando era apenas un mocoso jugaba con el teclado de una antigua máquina de escribir y me preguntaba para qué servía cada dibujo. Una mañana llegábamos tarde al colegio y le dije: “Ponte los zapatos y punto”, y me respondió: “Pues no pienso ponérmelos y punto y coma”.) Le pregunto si lo usa mucho, ese signo. Perfila a su derecha un cierre de paréntesis: “Sirve para marcar la ironía en un mail ;)”. ¡Toma, reciclaje tipográfico!
 

Entonces le digo que es un invento muy sutil, un semitono de valor insuperable cuando hay que transcribir una entrevista, que si patatín, que si patatán; le cuento que una vez Ramón Gómez de la Serna (quien decía que la muerte es el punto y coma de los creyentes) salió de un gravísimo estado de coma y, cuando le preguntaron cómo se sentía, murmuró: “El coma no mata, tampoco el punto y coma; lo único que mata es el punto final”. Que, en el mismo registro metafórico, Kurt Vonnegut dijo que Hemingway se suicidó poniendo punto final a su vida porque “la vejez se parecía demasiado a un punto y coma”. Le recuerdo también que Lampedusa juzgaba a Stendhal un escritor prodigioso, “capaz de resumir una noche de amor en un punto y coma”, y que incluso en el uso de la coma ha habido maestros: John Barth señalaba que Donald Barthelme con una simple coma podía trastornarte; la coma con la que lo ejemplificaba era esta: “Visité la guardería de mi hijo, una vez”. Me doy cuenta de que estoy aburriéndolo. Él debe ser de la opinión que sintetizaba Gérard Genette en uno de sus minidiccionarios de tópicos: “Punto y coma: colmo de la cursilería; oponerse siempre”.

Por supuesto, dejaré al margen el tema de los guioncillos y le ahorraré la cita del que para mí es uno de los mejores incisos de la poesía castellana: está en “Albada”, de Jaime Gil de Biedma, cuando el poeta se despierta melancólico y piensa que en los puestos de Las Ramblas ya deben estar amontonándose las flores cortadas “y silbarán los pájaros –cabrones– / desde los árboles”. (Tampoco haré la alabanza de la prosa que se expande mediante paréntesis consecutivos ((no concéntricos, como estos)) y que a un estudioso mexicano le recordaban ristras de salchichas.) Me gustaría contarle, sin embargo, que en una ocasión el sabio José María Valverde otorgó matrícula de honor a uno de sus alumnos de Historia de las Ideas y que, cuando el discípulo le agradeció la nota pero añadió que tal vez había exagerado, aquel respondió: “En su examen había un punto y coma tan bien puesto que era merecedor, por sí solo, de la calificación más extraordinaria”.

¿Cómo entenderán los jóvenes de hoy la frase atribuida a Oscar Wilde según la cual el irlandés se quejaba de haber pasado un día horrible: necesitó toda la mañana para decidir que debía incluir una coma en un párrafo del libro que estaba escribiendo, y toda la tarde para decidir que debía suprimirla? ¿Cómo logran escribir con el índice y el pulgar en teclados tan encogidos y a tanta velocidad? Son los verdaderos cíborgs, los hombres-máquina, y el contacto con el papel tiende a angustiarlos. ¿Para qué necesitan estas antiguallas? Y no seamos apocalípticos: los clásicos griegos y latinos no tenían signos de puntuación ni libros como los nuestros y no les fue mal.
Nota: el fragmento de la página 23 pertenece a Notas sobre literatura, de Theodor Adorno, Barcelona, Ariel, 1962, en traducción de Manuel Sacristán. Sin querer parecer demasiado pedantesco, quisiera recomendar en este espacio camuflado la deliciosa trilogía teórico-anecdótico-autobiográfica de Genette, compuesta por Bardadrac (2006), Codicille (2009) y Apostille (2012), las tres en la parisina editorial Seuil.
Tomado de El Malpensante

EN CONTRA DEL CASTELLANO NEUTRO

Martín Schifino traductor y crítico literario argentino


Uno de los deportes de sillón de la Argentina ―lo digo como argentino que practica ese tipo de deportes, aunque no este― es quejarse de las traducciones ibéricas. Editores, críticos, traductores, fustigan a los traductores españoles por escribir en ese imposible castellano «de allá» (también conocido como «gallego»). La variedad que se le contrapone es «castellano neutro» o, en momentos de exaltación lingüístico-moralizante, «castellano ecuménico».  Y la medida que se preconiza es simple: erradicar las expresiones marcadas, para no herir los finos oídos de los demás hispanohablantes. ¿Cuál es la consecuencia de lo anterior? Un castellano que no representa a ninguna comunidad puntual, pues así como sacamos españolismos hay que sacar mexicanismos, chilenismos, etc.

No es algo completamente utópico; un castellano así se usa en las traducciones de las Naciones Unidas, y es obvio que sirve para comunicar cuestiones de geopolítica, economía o medio ambiente. Más peliagudo es mantenerse en el plano neutral al traducir una página literaria de cierta complejidad, cuidando registros de lenguaje, referencias locales, frases hechas, proverbios y demás inris. Tratar, tratamos todos, con resultados mejores o peores, en general honrosos, gratos al oído, muy límpidos y, hay que decirlo, muy normativos, algo a lo que ayudan correctores de un rigor encomiable. Eso no impide, sin embargo, que al leer una novela traducida al neutro se tenga muchas veces la impresión de estar escuchando una sinfonía a través de un teléfono. Linda la musiquita. ¿No se le podría dar un poco más de volumen? Y el problema no está, claro, en el timbre impalpable de los violines originales, ni en la inefabilidad con que el director extranjero movió la batuta. Está en el teléfono.

Mis objeciones a lo neutro son dos. Para empezar, hay una diferencia muy grande entre una lengua y un habla. Cualquier escritor más o menos bueno presta un oído a la primera y el otro a la segunda, y cuando un lenguaje literario es interesante, no digamos innovador, aprovecha los armónicos de ambas (ejemplos, cuantos quieran: Woolf, Céline, Faulkner, Proust, Colette, Valle Inclán, Svevo, Ocampo). A ningún escritor se le critica que utilice la diversidad sonora que oye a su alrededor. ¿Por qué los traductores, que a fin de cuentas usan el mismo material, tendrían que apagar un oído? En una excelente versión que leí hace poco de Un amor, de Dino Buzzatti, el traductor español Carlos Manzano demuestra un fino oído para la potencia emocional de los insultos, usando palabras del habla de la península. De haberse optado por un registro neutral, se habría neutralizado el impacto del texto.

La segunda objeción es más bien ideológica. Al defenderse el castellano ecuménico se cae en la sonsa corrección política y sus insoportables remilgos diplomáticos. De momento, dejemos de lado el hecho de que, con un dialecto que no representa a nadie, pocos quedan conformes. Lo peor es que la corrección política aparece en un contexto de insatisfacción más económica que lingüística: cómo traducen los españoles sería un dato menor si las editoriales de España no se llevaran una tajada desproporcionada del mercado editorial de habla hispana. Se puede decir incluso que el mercado impone una variedad dialectal. Pero no confundamos categorías: el problema es el mercado, no el dialecto. Al exigirse ecumenismo lingüístico, lo que en la práctica pasa por aplanar diferencias y variedades dialectales, se le da más herramientas al monopolio que se quiere evitar. Lo ideal sería un mercado más ecuménico, y de paso más apertura para aceptar la diversidad del castellano, empezando por el propio. No vendría mal, por ejemplo, que las editoriales argentinas utilizaran un poco más el idioma que se habla en ellas. ¿Hasta cuándo vamos a seguir traduciendo de tú?

Tomado de El Trujamán

Se puede seguir el debate en los siguientes enlaces de El Trujamán:

Mariano Antolín Rato (2010) El idioma del imperio
Jorge Fondebrider (2010) Imperio

Además, sobre política lingüistica, se puede revisar el blog Club de traductores literarios de Buenos Aires.



VARGAS LLOSA, EL ESPAÑOL Y EL CASTELLANO















Escribo este texto desde la admiración y el afecto que sentí toda mi vida por la obra de Mario Vargas Llosa. Lo he leído con fervor de aprendiz, he sentido su amistad en algunas ocasiones y aunque estuve y estoy en desacuerdo con casi todas sus posiciones políticas, siempre lo defendí de ataques e incomprensiones. Es un escritor excepcional, un maestro de la lengua.
Y por eso mismo siento que lo persigue un equívoco, igual que a muchos de sus admiradores en el mundo: la constante y creciente idea de que nuestra lengua es el español. Que no lo es.
Hace unos días él fue galardonado en México con el Premio Carlos Fuentes, al que otros aspiramos con inmodestia, y las declaraciones de jurados y comentaristas en diversos medios de lo que bien puede llamarse el establishment periodístico internacional subrayan “la contribución que desde el español ha hecho para el enriquecimiento del patrimonio de la humanidad”, como dijo el director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua.
El mismo Vargas Llosa se manifestó “muy agradecido y conmovido” porque si bien no esperaba más premios después del Nobel, este galardón es un nuevo, enorme reconocimiento a la figura inolvidable de Carlos Fuentes, uno de los más exquisitos escritores que dio nuestra lengua.
Claro que entonces la pregunta que surge es de cuál lengua. Y si el propio Don Mario celebra al “idioma español” porque “ha dado una literatura creativa, novedosa, que es traducida y conocida en otros mundos lingüísticos”, entonces cabe la discrepancia.
Que me disculpen, pero no dejaré de insistir que en nuestra América nosotros no hablamos “español” sino “castellano americano”, el mismo que prefiguró Andrés Bello hace 200 años. Y acerca del cual el año pasado publiqué en estas mismas páginas, y a propósito de la inauguración del Museo de la Lengua en la Biblioteca Nacional, un artículo titulado “La lengua que hablamos”.
La cuestión no es baladí. Hay una profunda diferencia ideológica en el asunto, que hiede a neocolonización. Porque no se trata de discutir si es –como en efecto es– el segundo idioma más estudiado en el mundo después del inglés y el tercero más usado en Internet. No, la cuestión es que llamar aquí a nuestra lengua “español” es una forma contemporánea de cambiar el significado del idioma que nos une y nos expresa. Y digo contemporánea porque desde siempre, por generaciones, el nombre de nuestra lengua para hablar, leer y escribir, o sea el nombre del idioma de nuestra literatura –Bello dixit– fue castellano: “Se llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en Castilla y que con las armas y las leyes pasó a América, y es hoy el idioma común de los Estados hispanoamericanos”.
Fue por razones políticas y económicas muy recientes que España inició una sutil reconquista cultural americana. Desde hace unos veinte años, lenta y machaconamente, se nos fue imponiendo el nuevo nombre de nuestro idioma. El avance de empresas como Telefónica y otras en América, en los ’90, más la creación del Instituto Cervantes como avanzada política cultural de España en el mundo –lo cual para mí es incuestionable; no es eso lo que discuto–, estuvo al servicio de erosionar el prestigio del vocablo “castellano”. Y, además, ayudó en esa tarea la fácil traducción del gentilicio a las lenguas de los países desarrollados de Europa.
Desde luego que a esa reconquista de América también la facilitó la transnacionalización de las grandes casas editoriales argentinas, compradas casi todas por poderosos holdings españoles. Lo cual tampoco es cuestionable en sí mismo, quede claro. Pero sucedió, y hoy es inevitable ver que el desplazamiento de la identidad de nuestra lengua, a la par de la brutal crisis económica, social y cultural que vivimos hace una década, contribuyó a esa estrategia no inocente.
El castellano americano que hemos hablado por generaciones recogió tradiciones y fortaleció identidades en toda nuestra América. Esa lengua, de raíz castiza pero enriquecida con cocoliches, dialectos y el uso peculiar de millones de extranjeros, creó finalmente una cultura que se desarrolló y definió con un idioma común: el castellano de nuestra América. Rioplatense, andino, caribeño, pero castellano.
Así se escribió y así es leída la riquísima literatura latinoamericana. La que llegó a ser universalmente apreciada gracias a Borges, Neruda, Rulfo y Carpentier, entre muchos otros, y también gracias a Fuentes y Vargas Llosa, pero como producto del castellano americano y no como literatura en español.
El asunto tampoco es nuevo. Durante el primer gobierno peronista en los colegios secundarios argentinos se estudiaba “Lenguaje Nacional”, y luego se estudió “Castellano” a secas. Pero desde los cambios que impusieron ciertas modas pedagógicas neoliberales y las editoriales españolas, en los ’90, se impuso en nuestros ministerios y nuestras universidades un absurdo que padecen ya varias generaciones de estudiantes argentinos: una inexacta e imprecisa materia llamada “Lengua”, hoy popularizada a la par de la creencia de que hablamos “español”.
Bienvenidos sean los galardones literarios para maestros como Mario Vargas Llosa. Pero también digamos que sus obras son nuestras y son ejemplares porque, precisa y básicamente, las escribieron en el castellano americano que hablan y leen nuestros pueblos. No en español.
Bueno sería que ellos mismos, que lo saben, lo reconocieran.

Tomado de Página 12