sábado, 20 de julio de 2013

"UN ELOGIO DE LA FACILIDAD"


Francisco Gutiérrez Sanin

Hace ya más de tres décadas, Estanislao Zuleta pronunció su justamente celebrada conferencia “Elogio de la dificultad”. Este texto maravilloso hace parte ya del patrimonio de la reflexión social en Colombia, y no ha perdido nada del vigor, la frescura y el sentido de descubrimiento que tuvo cuando circuló por primera vez. Referencia obligada, aparece con inexorable regularidad en nuestros debates públicos. Tiene todavía miles de seguidores entusiastas, entre quienes me cuento. Creo que esta es una de las pocas mayorías a las que todavía pertenezco de manera sólida, así que preservo con especial cuidado mi carné de miembro del club de fans del famoso “Elogio”.

Y sin embargo... tengo que confesar que desde que leí el ensayo encontré un par de aristas desagradables, alguna que otra estridencia, un par de afirmaciones demasiado rotundas cuyo mismo énfasis me sugería inseguridad. Con los años, estas sordas molestias, que atacan en momentos inesperados, han ido minando no mi admiración por el texto –que acaso crece a medida que tomo distancia de él– pero sí mi entusiasmo por el programa que expone. Como recordará el lector iniciado, este es claro y directo. Queremos, dice Zuleta, un mundo de seguridades y tranquilidades, amores eternos, verdades firmes, nichos seguros. “Deseamos mal”. Esto es fuente continua de intolerancia y males sociales, y de la incapacidad de desarrollar nuestras propias potencialidades individuales. En la sociedad actual, ese ideal pedestre inevitablemente empobrece, y bloquea el progreso “sin descanso” hacia “una altísima existencia” (citas del Fausto). 

Puedo acompañar a Zuleta en su denuncia de la nostalgia por “comunidades humanas no problemáticas” y en su magnífica retórica contra la intolerancia fundamentalista. Pero me queda difícil seguirlo un paso más allá. Pues el resto del argumento se basa en dos supuestos sumergidos y eminentemente dudosos. El primero es el de que existe una jerarquía clara (no problemática, precisamente) entre los ideales de realización humana. ¿Quién es este pontífice para decirme que deseo mal? ¿Quién decide qué es una “existencia altísima” y cuál se mueve apenas a ras de piso? ¿Cuál es el rasero que me permitiría ordenar linealmente, de menor a mayor, al panadero, el habitante del Cartucho, el campeón de boliche y el literato? Zuleta, recogiendo una veta que se halla claramente en Marx, parece guiarse por un ideal que es a la vez revolucionario y apasionadamente elitista: gregario en sus aspiraciones, pero realizado en concreto a través del rechazo al comportamiento de la masa. El infierno es la normalidad, ese terreno del filisteo. Pues bien: todo lo que ha pasado en los últimos treinta años ha subvertido esta comodona jerarquía de letrado. Si la historia social reciente contiene un mensaje común, ese es que estas facilidades de las gentes corrientes, estos sus nichos tranquilitos y sus ensueños aparentemente ingenuos, son mucho más diversos, múltiples y complejos de lo que supone el “Elogio”. Si el cambio tecnológico reciente implica una consecuencia común, ella es la multiplicación de puntos de acceso a la opinión de todas las voces, desde desfachatados blogueros y tuiteros hasta usuarios de YouTube que quieren mostrar su mascota al mundo. En esta forma de democracia sin intermediarios, se impone inevitablemente el gusto medio. Una cacofonía exhibicionista, sí, pero llena de vida. El triunfo del filisteo, sí, pero de un filisteo que por lo menos es capaz de burlarse de sí mismo y hacerle muecas al mundo, a lo Homero Simpson.

El universalismo jerárquico de Zuleta, precisamente por estar irreparablemente fechado, es en todo caso refrescante en un período en el que la moda intelectual se mueve más bien en la dirección de un solipsismo alegre y vacuo. El segundo supuesto zuletiano carece de esa virtud redentora. Puede enunciarse así: la renuncia a la comodidad, la capacidad de ponerse en cuestión a sí mismo permanentemente, nos empuja al mundo de la dificultad y por lo tanto desata nuestras capacidades creadoras. ¿No les resulta inverosímil esta sicología un poco histérica? Cierto: la capacidad de introspección y el autoanálisis son virtudes loables y, dirían algunos, una de las características de la mirada específicamente moderna (no, no lo creo: aunque eso ya es otro tema). Pero los grandes creadores realmente existentes no fueron, ni son, optimizadores globales, sino locales. A menudo, empobrecieron sistemáticamente su vida para alimentar una vocación que, en este caso, operó a la manera de un agujero negro. La expectativa lírica según la cual a una obra extraordinaria o rica ha de corresponder una vida extraordinaria o rica resulta ser mucho más la excepción que la regla en literatura, música, filosofía, matemáticas, pintura; y me imagino que también en destrezas como hacer trinos destacados, tener una buena página de Facebook o hacer un video excepcional para YouTube. Sí, sí: están Johnny Nash y Évariste Galois; Bartók y Callas; Rimbaud y Maiakovski. Pero la norma son tipos y tipas pedestres, brutalmente irreflexivos, algunos puros rufianes o (la mayoría) simplemente insustanciales. Lograron sus propias “cumbres altísimas”precisamente porque fueron capaces de sustraer energía nerviosa y tiempo a otras áreas, a menudo a través de atajos y trampas, y de una actitud refractaria frente a las virtudes que con tanto vigor elogia Zuleta, como la capacidad de ponerse en los zapatos de los demás y admirar la diversidad.

Claro: este construía su argumentación desde una metanarrativa teleológica. Llegaríamos en algún momento a un tipo de sociedad en la que los seres humanos, liberados de sus cadenas, podrían adquirir una capacidad de autorrealización en la práctica infinita. Pero en la historia humana conocida, en la que ya sucedió, las cumbres a menudo dependen funcionalmente de las simas, y las facilidades (en plural) constituyen el único respiro desde el que podemos recuperar energías y tomar impulso para hacer lo que nos proponemos. Esa masa enorme de tiempo que se va en facilidades y rutina es no solo un repositorio de la energía nerviosa indispensable para la construcción de artefactos culturales complejos, sino el trasunto real y concreto de la vida humana.

Texto tomado de la revista El Malpensante

"ELOGIO DE LA DIFICULTAD"


Estanislao Zuleta

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.

Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica.

Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas.

Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal.

En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida.

En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido.

Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.

Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien máscaras de malignos propósitos.

En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro –y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la “causa” absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.

Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular –todos lo son– como la designación misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira.

El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por la participación, separan un interior bueno –el grupo– y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.

Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que cae el concepto de respeto.

No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una critica, válida también en principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción apocalíptica de la historia las normas y las leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.

Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado, estimado sólo negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la desidealización sucede el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente superior.

Lo más difícil, lo más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.

Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica: Es decir, el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasaos y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro no es más que de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.

Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.

La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.

En el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad.

Dostoievski nos enseño a mirar hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana: van sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón.

Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
"También esta noche, tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor. 
Y alientas otra vez en mi la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia".


Texto tomado de El Abedul