Francisco Gutiérrez Sanin
Hace ya más de tres
décadas, Estanislao Zuleta pronunció su justamente celebrada conferencia
“Elogio de la dificultad”. Este texto maravilloso hace parte ya del patrimonio
de la reflexión social en Colombia, y no ha perdido nada del vigor, la frescura
y el sentido de descubrimiento que tuvo cuando circuló por primera vez.
Referencia obligada, aparece con inexorable regularidad en nuestros debates
públicos. Tiene todavía miles de seguidores entusiastas, entre quienes me
cuento. Creo que esta es una de las pocas mayorías a las que todavía pertenezco
de manera sólida, así que preservo con especial cuidado mi carné de miembro del
club de fans del famoso “Elogio”.
Y sin embargo... tengo que confesar que desde que
leí el ensayo encontré un par de aristas desagradables, alguna que otra
estridencia, un par de afirmaciones demasiado rotundas cuyo mismo énfasis me
sugería inseguridad. Con los años, estas sordas molestias, que atacan en
momentos inesperados, han ido minando no mi admiración por el texto –que acaso
crece a medida que tomo distancia de él– pero sí mi entusiasmo por el programa
que expone. Como recordará el lector iniciado, este es claro y directo.
Queremos, dice Zuleta, un mundo de seguridades y tranquilidades, amores
eternos, verdades firmes, nichos seguros. “Deseamos mal”. Esto es fuente
continua de intolerancia y males sociales, y de la incapacidad de desarrollar
nuestras propias potencialidades individuales. En la sociedad actual, ese ideal
pedestre inevitablemente empobrece, y bloquea el progreso “sin descanso” hacia
“una altísima existencia” (citas del Fausto).
Puedo acompañar a Zuleta en su denuncia de la
nostalgia por “comunidades humanas no problemáticas” y en su magnífica retórica
contra la intolerancia fundamentalista. Pero me queda difícil seguirlo un paso
más allá. Pues el resto del argumento se basa en dos supuestos sumergidos y
eminentemente dudosos. El primero es el de que existe una jerarquía clara (no
problemática, precisamente) entre los ideales de realización humana. ¿Quién es
este pontífice para decirme que deseo mal? ¿Quién decide qué es una “existencia
altísima” y cuál se mueve apenas a ras de piso? ¿Cuál es el rasero que me
permitiría ordenar linealmente, de menor a mayor, al panadero, el habitante del
Cartucho, el campeón de boliche y el literato? Zuleta, recogiendo una veta que
se halla claramente en Marx, parece guiarse por un ideal que es a la vez
revolucionario y apasionadamente elitista: gregario en sus aspiraciones, pero
realizado en concreto a través del rechazo al comportamiento de la masa. El
infierno es la normalidad, ese terreno del filisteo. Pues bien: todo lo que ha
pasado en los últimos treinta años ha subvertido esta comodona jerarquía de
letrado. Si la historia social reciente contiene un mensaje común, ese es que
estas facilidades de las gentes corrientes, estos sus nichos tranquilitos y sus
ensueños aparentemente ingenuos, son mucho más diversos, múltiples y complejos de
lo que supone el “Elogio”. Si el cambio tecnológico reciente implica una
consecuencia común, ella es la multiplicación de puntos de acceso a la opinión
de todas las voces, desde desfachatados blogueros y tuiteros hasta usuarios de
YouTube que quieren mostrar su mascota al mundo. En esta forma de democracia
sin intermediarios, se impone inevitablemente el gusto medio. Una cacofonía
exhibicionista, sí, pero llena de vida. El triunfo del filisteo, sí, pero de un
filisteo que por lo menos es capaz de burlarse de sí mismo y hacerle muecas al
mundo, a lo Homero Simpson.
El universalismo jerárquico de Zuleta,
precisamente por estar irreparablemente fechado, es en todo caso refrescante en
un período en el que la moda intelectual se mueve más bien en la dirección de
un solipsismo alegre y vacuo. El segundo supuesto zuletiano carece de esa
virtud redentora. Puede enunciarse así: la renuncia a la comodidad, la
capacidad de ponerse en cuestión a sí mismo permanentemente, nos empuja al
mundo de la dificultad y por lo tanto desata
nuestras capacidades creadoras. ¿No les resulta inverosímil esta sicología un
poco histérica? Cierto: la capacidad de introspección y el autoanálisis son
virtudes loables y, dirían algunos, una de las características de la mirada
específicamente moderna (no, no lo creo: aunque eso ya es otro tema). Pero los
grandes creadores realmente existentes no fueron, ni son, optimizadores
globales, sino locales. A menudo, empobrecieron sistemáticamente su vida para
alimentar una vocación que, en este caso, operó a la manera de un agujero
negro. La expectativa lírica según la cual a una obra extraordinaria o rica ha
de corresponder una vida extraordinaria o rica resulta ser mucho más la
excepción que la regla en literatura, música, filosofía, matemáticas, pintura;
y me imagino que también en destrezas como hacer trinos destacados, tener una
buena página de Facebook o hacer un video excepcional para YouTube. Sí, sí:
están Johnny Nash y Évariste Galois; Bartók y Callas; Rimbaud y Maiakovski.
Pero la norma son tipos y tipas pedestres, brutalmente irreflexivos, algunos
puros rufianes o (la mayoría) simplemente insustanciales. Lograron sus propias
“cumbres altísimas”precisamente
porque fueron capaces de sustraer energía nerviosa y tiempo a
otras áreas, a menudo a través de atajos y trampas, y de una actitud
refractaria frente a las virtudes que con tanto vigor elogia Zuleta, como la
capacidad de ponerse en los zapatos de los demás y admirar la diversidad.
Claro: este construía su argumentación desde una
metanarrativa teleológica. Llegaríamos en algún momento a un tipo de sociedad
en la que los seres humanos, liberados de sus cadenas, podrían adquirir una
capacidad de autorrealización en la práctica infinita. Pero en la historia
humana conocida, en la que ya sucedió, las cumbres a menudo dependen
funcionalmente de las simas, y las facilidades (en plural) constituyen el único
respiro desde el que podemos recuperar energías y tomar impulso para hacer lo
que nos proponemos. Esa masa enorme de tiempo que se va en facilidades y rutina
es no solo un repositorio de la energía nerviosa indispensable para la
construcción de artefactos culturales complejos, sino el trasunto real y
concreto de la vida humana.
Texto tomado de la revista El Malpensante