En “Confesiones de un joven novelista” (Lumen, 2011), el intelectual italiano cuenta su transición de ensayista a escritor de ficción. Aquí, pasajes del primer capítulo
UMBERTO ECO
Al enfilar la cincuentena, no me sentí, como les pasa a muchos alumnos, frustrado por el hecho de que mi escritura no fuera “creativa”.
Nunca he entendido por qué a Homero se lo considera un escritor creativo y a Platón no. ¿Por qué un mal poeta es un escritor creativo y un buen ensayista científico no lo es?
En francés existe una distinción entre un ‘écrivain’ —alguien que produce textos “creativos”, como, por ejemplo, un novelista o un poeta— y un ‘écrivant’: alguien que registra datos, como un empleado de banco o un policía que prepara el informe de un caso criminal. Pero ¿qué tipo de escritor es un filósofo? Podría decirse que un filósofo es un escritor profesional cuyos textos son susceptibles de ser resumidos o traducidos a otras palabras sin perder todo su significado, mientras que los textos de los escritores creativos no pueden ser completamente traducidos o parafraseados. Pero, aunque es ciertamente difícil traducir poesía y novelas, el noventa por ciento de los lectores del mundo ha leído “Guerra y paz” o el Quijote en traducción, y pienso que un Tolstói traducido es más fiel al original que cualquier traducción inglesa de Heidegger o Lacan. ¿Es Lacan más “creativo” que Cervantes?
La diferencia no puede expresarse ni siquiera en términos de la función social de un texto determinado. Los textos de Galileo poseen ciertamente un calado filosófico y científico de primer orden, pero en las universidades italianas se estudian como muestras de refinada escritura creativa, como obras maestras de estilo.
Imagine que es usted un bibliotecario y decide colocar los llamados textos creativos en la Sala A y los llamados textos científicos en la Sala B. ¿Pondría los ensayos de Einstein junto con las cartas de Edison a sus mecenas, y “Oh, Susanna!” con “Hamlet”?
Se ha sugerido que los escritores “no creativos” como Linneo y Darwin quisieron transmitir información verdadera sobre ballenas o monos. En cambio, cuando Melville escribe sobre una ballena blanca, o cuando Burroughs habla de Tarzán de los monos, solo fingen manifestar la verdad, porque en realidad inventaron ballenas y monos inexistentes sin tener ningún interés por los de verdad. ¿Podemos afirmar sin asomo de duda que Melville, al contar la historia de una ballena inexistente, no tenía intención de decir nada verdadero sobre la vida y la muerte, o sobre el orgullo humano y la obstinación?
Resulta problemático definir como “creativo” a un escritor que simplemente nos cuenta cosas que contradicen hechos objetivos. Ptomoleo dijo una cosa falsa sobre el movimiento de la Tierra. ¿Deberíamos considerarlo pues más creativo que Kepler?
La diferencia reside más bien en las formas opuestas en que los escritores pueden reaccionar a interpretaciones de sus textos. Si yo le digo a un filósofo, a un científico, a un crítico de arte: “Has escrito esto y aquello”, el autor siempre puede replicar: “No has entendido mi texto. Decía exactamente lo contrario”. Pero si un crítico ofrece una interpretación marxista de “En busca del tiempo perdido”, diciendo que en el cénit de la crisis de la burguesía decadente, la entrega total al reino de la memoria aisló necesariamente al artista de la sociedad, Proust seguramente estaría descontento con esa interpretación, pero tendría dificultades para refutarla.
Como veremos más adelante en otra clase, los escritores creativos —como lectores razonables de su propia obra— tienen ciertamente el derecho a desafiar una interpretación descabellada. Pero, en general, tienen que respetar a sus lectores, ya que, por decirlo así, han lanzado su texto al mundo como un mensaje en una botella.
Después de publicar un texto sobre semiótica, me dedico o bien a reconocer que me he equivocado, o bien a demostrar que quienes no lo han entendido de la manera que yo pretendía lo han leído mal. En cambio, después de publicar una novela, siento en principio un deber moral de no desafiar las interpretaciones que hace de ella la gente (y de no alentar ninguna interpretación).
Esto sucede –y aquí podemos identificar la verdadera diferencia entre la escritura creativa y la científica– porque en un ensayo teórico, normalmente uno pretende demostrar una tesis determinada o dar una respuesta a un problema concreto, mientras que en un poema o en una novela, lo que uno pretende es representar la vida con todas sus contradicciones.
Poner en escena una serie de contradicciones, haciéndolas evidentes y conmovedoras. Los escritores creativos piden a sus lectores que traten de encontrar una solución; no ofrecen una fórmula precisa (excepto en el caso de los escritores cursis y sentimentales, que lo que pretenden ofrecer son consuelos vulgares). Por este motivo, en las charlas que ofrecí sobre mi recién publicada primera novela, decía que, a veces, un novelista puede decir cosas que no puede decir un filósofo.
Así que, hasta 1978, me sentí completamente realizado como filósofo y semiótico. Una vez escribí incluso —con un toque de arrogancia platónica— que veía a los poetas, y a los artistas en general, como prisioneros de sus propias mentiras, imitadores de imitaciones, mientras que como filósofo, yo tenía acceso al verdadero mundo platónico de las ideas. Podría decirse que, creatividad aparte, muchos eruditos han sentido el impulso de contar historias y han lamentado ser incapaces de lograrlo, y que por eso los cajones de escritorio de muchos profesores universitarios están llenos de novelas malas inéditas.
Pero con el paso de los años, yo pude satisfacer mi pasión secreta por la narrativa de dos formas distintas: primero, recurriendo a la narrativa oral, contando cuentos a mis hijos (de forma que me quedé desorientado cuando crecieron y pasaron de los cuentos de hadas a la música rock) y, en segundo lugar, dando un tono narrativo a cada ensayo crítico.
Cuando presenté mi tesis doctoral sobre la estética de Tomás de Aquino –un tema muy controvertido, ya que en esa época los estudiosos creían que no había reflexiones estéticas en el inmenso corpus de su obra–, uno de los examinadores me acusó de una especie de “falacia narrativa”.
Dijo que un estudioso maduro, cuando se pone a investigar algo, avanza a base de pruebas y errores, proponiendo y rechazando diferentes hipótesis, pero que al final de ese proceso, se suponía que estas dudas estarían resueltas y el estudioso debería presentar solamente las conclusiones. Por el contrario –dijo–, yo presentaba la historia de mis indagaciones como si fuera una novela de detectives.
La objeción llegó de forma amable, y el examinador me sugirió la idea fundamental de que todo hallazgo en el transcurso de la investigación debe ser “narrado” de esta forma.
Todo libro científico debe ser una especie de historia policíaca, el relato de la búsqueda de algún Santo Grial. Y creo que eso es lo que he hecho desde entonces en todas mis obras académicas.