viernes, 16 de noviembre de 2012

ELOGIO (Y ELEGÍA) DE LOS SIGNOS DE PUNTUACIÓN

Filólogo español Carlos Álvarez Garriga

 Julio de 2012, El Malpensante

El colegio, los mensajes de texto, el correo electrónico e incluso los correctores están propiciando el lento ocaso de varios signos de puntuación. ¿Qué perdemos cuando ya nadie sepa cómo utilizarlos?

Si usted, que con tanta amabilidad surca estas líneas con los ojos –en el caso de que lea en braille diríamos “con las yemas” (o sea la punta de los dedos [de uno, de dos o de tres; no lo sé])–, si usted, digo, que ¿con cierta incomodidad producida por la acumulación de incisos? recorre estas palabras a toda velocidad y, al acabar el párrafo, lo considera un modo de empezar demasiado arduo pero aun así ha llegado hasta aquí, podemos felicitarnos: «¡Aún no está todo perdido!». Sin embargo es muy dudoso que algún corrector/a estampe su nihil obstat en un fragmento introductorio en el que, si no me equivoco..., aparecen diseminados casi todos los signos de puntuación que admite nuestra gramática.

Con el afán propio del oficio tal como lo enseñan (?) ahora, diríase que la corrección de textos consiste en tapar los poros enyesando los originales mediante el uso de un papel de lija uniformador, con lo cual todas las traducciones suenan igual y todas las prosas con el mismo martilleo: tac-tacatac, tac-tacatac, tac; salto de párrafo; tac-tacatac, tac-tacatac, tac; etcétera. Puede pensarse que quizá esta pasión por la frase enclenque y los párrafos minúsculos se corresponde con la invención retórica de Alejandro Dumas, que saltaba como un canguro porque cobraba por página y la esponjosidad visual le resultaba de lo más rentable, pero no; llámenme paranoico (¡a la cara!) porque me parece que la aniquilación calculada de algunos signos de puntuación forma parte de la conjura internacional profetizada por Adorno en “Signos de puntuación”, donde decía lo siguiente:
El miedo a períodos largos, de a página, es un miedo suscitado por el mercado, el miedo al cliente que no quiere esforzarse y al que fueron adaptándose primero los redactores y luego los escritores, para ganarse la vida, hasta inventar al final de su adaptación ideologías como la de la lucidez, la dureza objetiva, la precisión comprimida. Pero en esta tendencia son inseparables el lenguaje y la cosa. Con el sacrificio del período el pensamiento mismo se hace de poco aliento. La prosa se rebaja a la proposición de protocolo, hija favorita de los positivistas, al mero registro de los hechos, y mientras la sintaxis y la interpunción renuncian al derecho de articular y formar ese registro, de ejercer crítica sobre él, el lenguaje se dispone a capitular [...]. La cosa empieza con la pérdida del punto y coma, y termina con la ratificación de la oligofrenia por una racionalidad de la que se ha extirpado todo añadido.
Me entretengo con estos rompecabezas mientras estoy en la biblioteca pública de la esquina y recuerdo con desesperación y nostalgia que cuando se instalaron en el nuevo edificio se deshicieron de la Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, la Espasa de 39 tomos, por su excesivo volumen. Hoy me he fijado en cuatro fotografías exhibidas en el panel de la entrada. En ellas aparecen, de izquierda a derecha y de arriba a abajo: nueve personas que fingen estar repasando apuntes (nadie estudia con la espalda tan erguida); una viejecita apoltronada en un sillón simulando que hojea un periódico, y al fondo un chico que elige cedés; dos individuos que charlan mientras navegan con sus ordenadores portátiles y, alerta, un niño sentado en el suelo como los siux ¡que lee! Lo miro con más atención: lo que tiene en el regazo no es un cuento sino un álbum de futbolistas: puro realismo social. (Ahora entiendo por qué cada vez que me levanto para ir a por un ejemplar de consulta todos interrumpen instantáneamente la escritura de mensajes de texto en sus enmudecidas berrynegras y me miran con escándalo. ¿Qué creen, que soy un pornógrafo incontinente? Mejor será que me vaya antes de que me denuncien a la Bibliotecaria Superiora, esa que chista todo el rato porque, caramba, la están distrayendo y así no hay quien termine el sudoku.)


Cuando llego a mi casa y miro las estanterías, me pregunto qué harán mis hijos con esos volúmenes cuando yo ya no esté: ¿quizá construcciones como aquellos niños de una novela de Carpentier en que los utilizaban para construir fortalezas y puentes levadizos; quizá dioramas o belenes aprovechando las ideas de la serie Biblos del artista canadiense Guy Laramee? Haré la prueba del 9 sobre la erosión de la cultura: llamo a mi hijo mayor, dibujo un punto y coma redondeadito en una hoja y le pregunto si sabe lo que es. Está en primero de secundaria y muy ofendido. (Claro que lo sabe desde muy chico porque cuando era apenas un mocoso jugaba con el teclado de una antigua máquina de escribir y me preguntaba para qué servía cada dibujo. Una mañana llegábamos tarde al colegio y le dije: “Ponte los zapatos y punto”, y me respondió: “Pues no pienso ponérmelos y punto y coma”.) Le pregunto si lo usa mucho, ese signo. Perfila a su derecha un cierre de paréntesis: “Sirve para marcar la ironía en un mail ;)”. ¡Toma, reciclaje tipográfico!
 

Entonces le digo que es un invento muy sutil, un semitono de valor insuperable cuando hay que transcribir una entrevista, que si patatín, que si patatán; le cuento que una vez Ramón Gómez de la Serna (quien decía que la muerte es el punto y coma de los creyentes) salió de un gravísimo estado de coma y, cuando le preguntaron cómo se sentía, murmuró: “El coma no mata, tampoco el punto y coma; lo único que mata es el punto final”. Que, en el mismo registro metafórico, Kurt Vonnegut dijo que Hemingway se suicidó poniendo punto final a su vida porque “la vejez se parecía demasiado a un punto y coma”. Le recuerdo también que Lampedusa juzgaba a Stendhal un escritor prodigioso, “capaz de resumir una noche de amor en un punto y coma”, y que incluso en el uso de la coma ha habido maestros: John Barth señalaba que Donald Barthelme con una simple coma podía trastornarte; la coma con la que lo ejemplificaba era esta: “Visité la guardería de mi hijo, una vez”. Me doy cuenta de que estoy aburriéndolo. Él debe ser de la opinión que sintetizaba Gérard Genette en uno de sus minidiccionarios de tópicos: “Punto y coma: colmo de la cursilería; oponerse siempre”.

Por supuesto, dejaré al margen el tema de los guioncillos y le ahorraré la cita del que para mí es uno de los mejores incisos de la poesía castellana: está en “Albada”, de Jaime Gil de Biedma, cuando el poeta se despierta melancólico y piensa que en los puestos de Las Ramblas ya deben estar amontonándose las flores cortadas “y silbarán los pájaros –cabrones– / desde los árboles”. (Tampoco haré la alabanza de la prosa que se expande mediante paréntesis consecutivos ((no concéntricos, como estos)) y que a un estudioso mexicano le recordaban ristras de salchichas.) Me gustaría contarle, sin embargo, que en una ocasión el sabio José María Valverde otorgó matrícula de honor a uno de sus alumnos de Historia de las Ideas y que, cuando el discípulo le agradeció la nota pero añadió que tal vez había exagerado, aquel respondió: “En su examen había un punto y coma tan bien puesto que era merecedor, por sí solo, de la calificación más extraordinaria”.

¿Cómo entenderán los jóvenes de hoy la frase atribuida a Oscar Wilde según la cual el irlandés se quejaba de haber pasado un día horrible: necesitó toda la mañana para decidir que debía incluir una coma en un párrafo del libro que estaba escribiendo, y toda la tarde para decidir que debía suprimirla? ¿Cómo logran escribir con el índice y el pulgar en teclados tan encogidos y a tanta velocidad? Son los verdaderos cíborgs, los hombres-máquina, y el contacto con el papel tiende a angustiarlos. ¿Para qué necesitan estas antiguallas? Y no seamos apocalípticos: los clásicos griegos y latinos no tenían signos de puntuación ni libros como los nuestros y no les fue mal.
Nota: el fragmento de la página 23 pertenece a Notas sobre literatura, de Theodor Adorno, Barcelona, Ariel, 1962, en traducción de Manuel Sacristán. Sin querer parecer demasiado pedantesco, quisiera recomendar en este espacio camuflado la deliciosa trilogía teórico-anecdótico-autobiográfica de Genette, compuesta por Bardadrac (2006), Codicille (2009) y Apostille (2012), las tres en la parisina editorial Seuil.
Tomado de El Malpensante

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