Comparto con ustedes esta entrevista que le hiciera Andres Hax, de la R
evista Ñ, a Tobias Wolff recientemente.
La obra de Tobias Wolff –considerado hace tiempo uno de los preeminentes narradores de la literatura contemporánea estadounidense– se divide en tres géneros: cuento corto, memorias y novelas. Por sus cuentos cortos, que constituyen la mayoría de su obra, en algún momento fue encasillado en una escuela denominada el “realismo sucio”, junto con Richard Ford y su amigo Raymond Carver, entre otros. El periodista Bill Bufford, editor de la revista Granta, inventó este término para designar los autores estadounidenses que, alrededor de los años ochenta, se pusieron a escribir en un estilo minimalista e híper-realista sobre vidas grises al margen del sueño americano. Aunque aplica, Wolff siempre rechazó ese rótulo.
Tanto en los Estados Unidos como en el mundo, Wolff es más conocido por su libro de memorias
Vida de este chico , de 1989, en parte porque fue adaptada exitosamente al cine en 1993 con Leonardo DiCaprio y Robert De Niro en los papeles principales (debemos mencionar que, inexplicablemente,
está disponible entera en YouTube). Este libro, junto con la novela
Vieja escuela (2003) se deberían leer juntos, uno tras otro, porque serían algo así como dos volúmenes de la vida de Wolff –aunque una sea memoria y la otra ficción.
Los padres de Wolff se separaron cuando él era todavía un niño. Se quedó con su madre en tanto su hermano (que también terminó siendo autor y escribiendo una memoria sobre su adolescencia) se quedó con el padre. La madre de Wolff era soñadora y viajera y se mudaba con frecuencia en busca de esa gran oportunidad que le modificara la vida. Nunca la encontró. En cambio, se terminó casando con un hombre mezquino y tirano que los llevó –madre e hijo– a vivir a un pequeño pueblo industrial llamado Concreto (porque la industria exclusiva del pueblo era fabricar hormigón). Allí, Wolff pasó su adolescencia, dividiendo su tiempo entre los boy scouts y una vida llena de crónicas de delincuencia.
Se salvó de ese mundo delictivo postulando a una beca para asistir a una prestigiosa y tradicional escuela privada de la Costa Este. Pero lo hizo con trampa, falsificando cartas de recomendación y los datos de su currículum académico. Sólo duró dos años. Aunque le iba bien en las materias de letras no estaba preparado para las exigencias de las clases de ciencias y matemáticas. Fue expulsado antes de graduarse. Sin saber qué hacer de su vida y ya con la idea de que iba ser escritor, entró voluntariamente en el ejército, en plena guerra de Vietnam. Sobre su experiencia en combate escribe en otro gran libro de memorias, En el ejército del faraón , publicado en 1994.
Al terminar el ejército Wolff logró una extraordinaria hazaña entrando –esta vez por puro esfuerzo y sin trampa– a la universidad de Oxford. Allí estudió Letras. Desde entonces, su vida ha estado dedicada a la escritura. Mientras tanto se ha ganado la vida como profesor de Escritura Creativa en varias universidades de los Estados Unidos, y desde 1997 en Stanford.
Tanto en su escritura como en su apariencia y en la modulación de su voz, Wolff es un hombre medido, sobrio y contundente. Tras una adolescencia tumultuosa culminada por servicio de combate en Vietnam, se dedicó a la difícil meta de convertirse en escritor. Al final de En el ejército del faraón , Wolff escribe: “Al escribir trabajas por un resultado que durante años no conseguirás ver y no puedes asegurar que lo terminarás logrando. Requiere fuerza y maestría sobre uno mismo. Demanda estas cosas de ti, y después te las devuelve con un algo extra, una sorpresa para seguir con ese esfuerzo. Te fortalece y te limpia la cabeza. Lo sentía mientras ocurría. Me estaba salvando la vida con cada palabra que escribía.” Hablamos con Wolff por teléfono a fines de agosto, antes de su llegada a Buenos Aires invitado al FILBA. Lo queríamos aprovechar tanto como profesor de escritura como escritor en sí.
Para entender sus motivaciones al elegir en qué género va a escribir cuando encara un libro, le pregunto: ¿“Vieja escuela” podría haber sido escrita como memoria y “Vida de este chico” como novela?
Me parecía que al escribir Vieja escuela –tomaré ese caso primero–, para darle poder a esa narración, realmente necesitaba inventar y comprimir bastante. Y una vez que comienzas a inventar concientemente, tienes que reconocer lo que estás haciendo y decirte a ti mismo: estoy escribiendo ficción. Una vez que te has anunciado que estás escribiendo ficción te has dado una gran libertad. Puedes hacer o decir lo que quieras. Entonces, muchos de los eventos que ocurren en Vieja escuela nunca sucedieron. Algunos sí. Robert Frost visitó nuestra escuela, entre otros escritores. Pero inventé mucho de lo que él dice. Yo soy más joven que el narrador de mi libro. Y como un niño más joven dentro de los grados me tocó sentarme en uno de los asientos de atrás cuando vino Frost a mi colegio a dar un discurso, entonces ni escuché demasiado. Pero la invención en el libro me permitió darle una forma a la narrativa que mi experiencia verídica no hubiera tenido. Como una memoria no lo podría haber llevado al punto tan decidido como hice en la ficción. Por otro lado, me parece que mi crianza, vista de cierta manera, tenía una forma narrativa. Obviamente, siempre estamos dándole forma al pasado cuando lo describimos. Estas omitiendo cosas, estamos enfatizando otras. Y la memoria en sí misma es una narradora. La memoria le da forma a las cosas. Hay un proceso inconsciente de dar forma que ocurre aun antes de que comiences a escribir desde la memoria. Y con las elecciones que tomas, estás dando forma otra vez más. Pero en el caso de Vida de este chico no inventé. Las cosas que escribo sucedieron de verdad: de la forma que pasaron y en los tiempos que digo que pasaron. Me hice responsable de esto porque al libro iban a leerlo mi hermano, mis amigos, mi familia. En un sentido, entonces, escribí ese libro bajo la mirada de otras personas. Ellos sabían qué era verdad y qué no. Nunca discutieron mi visión de los eventos.
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