Esta texto de Jesús Mosterín apareció originalmente en el número 6 (2009) de la revista CIC Network y lo reproducimos en su integridad por su interés.
Muchos de los problemas éticos que plantea la investigación biomédica se refieren al uso de animales no humanos en la experimentación de laboratorio. Con frecuencia los que patrocinan o realizan experimentos traumáticos o dolorosos con animales no humanos pretenden justificarlos con el argumento de que los resultados pueden beneficiar a la salud de algunos seres humanos, como si estuviera justificado causar cualquier daño o sufrimiento a un animal no humano con tal de obtener algún beneficio para un animal humano. Desde luego, en muchos casos no se consigue ni eso. Pero lo más grave es el carácter no científico del prejuicio especieísta en que se sustenta el argumento. El supuesto de que hay un gran abismo entre los animales humanos y los no humanos, por lo que los primeros merecerían un respeto moral absoluto, mientras los segundos no merecerían respeto moral alguno, no tiene nada que ver con la visión científica del mundo.
A veces se plantea la ininteligible pregunta de en qué se diferencia el hombre del animal. No podemos preguntarnos en qué se diferencian las donostiarras de las mujeres, porque las donostiarras son mujeres. ¿En qué se diferencian los cuervos de las aves? Obviamente, en nada, porque los cuervos son aves. ¿En qué se diferencian los hombres de los animales?
Obviamente, en nada, pues los hombres son animales. Lo que sí tiene sentido es preguntarnos en qué se diferencian unas aves de otras o unos animales de otros. ¿En qué se diferencian los hombres de los cuervos? En muchas cosas; por ejemplo, en hablar y tener dientes los primeros, pero no los segundos, que sin embargo tienen pico y ponen huevos, a diferencia de los primeros. ¿En qué se diferencian los hombres de los chimpancés, nuestros más próximos parientes? Por el lado humano, en la posición erecta y la marcha bípeda, en la pinza de precisión de la mano (en que el pulgar toca a la yema de los otros dedos), en ciertas diferencias anatómicas que afectan a las caderas, rodillas y hombros, en el tamaño y ciertos detalles del córtex cerebral, y, en definitiva, en los genes y factores de trascripción que determinan esos caracteres diferenciales. Por eso, aunque ni el hombre ni el cuervo ni el chimpancé se diferencien del animal, el hombre se diferencia del cuervo, el cuervo se diferencia del chimpancé, y el chimpancé se diferencia del pulpo.
La creciente consideración moral de los animales y la preocupación por evitar la crueldad en nuestra relación con ellos han llevado a poner en entredicho gran parte de los experimentos dolorosos realizados sobre animales vivos. Muchos de esos experimentos son innecesarios y carecen de justificación.
Diversos fabricantes de productos como pintalabios o detergentes someten sus productos a pruebas y experimentos dolorosos, de los que son víctimas inocentes millones de conejos, cobayas y otros mamíferos sensibles, sometidos a torturas y mutilaciones rutinarias. Uno de los experimentos más frecuentes es la prueba o test de Draize. Consiste en aplicar dosis exageradas del producto (por ejemplo, champú) a uno de los ojos de un conejo inmovilizado por el cuello hasta producir úlceras, llagas, hemorragias y ceguera, mientras el otro ojo sirve de control comparativo.
El conejo, enloquecido de dolor, a veces se rompe la columna vertebral tratando de liberarse y escapar. En otras pruebas (las de dosis letal) se obliga a los animales a ingerir detergentes y otros productos nocivos, y se observan sus reacciones (convulsiones, erupciones cutáneas, diarreas, etc.). Parece obvio que la experimentación dolorosa con animales para fines meramente cosméticos o de limpieza es innecesaria y debería estar prohibida (en vez de requerida por la ley, como ocurre en algunos países).
De hecho, e incluso antes de que llegue la prohibición, un número creciente de clientes (sobre todo mujeres) manifestaron su oposición absoluta a que se haga sufrir tanto a animales inocentes con fines tan frívolos, y empezaron a boicotear a las empresas que toleraban tales prácticas. Como respuesta, las empresas de cosméticos más conocidas (como The Body Shop y Avon) enseguida renunciaron voluntariamente a la investigación con animales vivos y empezaron a anunciar en sus productos que ningún animal había sufrido para desarrollarlos. Que se sepa, la seguridad de los consumidores no ha salido perjudicada, con lo que ha hecho patente la inutilidad de gran parte de esos experimentos.
Otras veces la investigación es seria y científicamente valiosa, pero los resultados se obtienen a través del sufrimiento de animales inocentes, lo que da lugar a dilemas éticos peliagudos. Un caso especialmente delicado lo constituye el uso de animales en la investigación farmacológica o biomédica. Muchos experimentos son repetitivos (por ejemplo se repiten en Europa los controles con animales ya realizados en Estados Unidos), otros no sirven para nada excepto para que alguien publique un artículo mediocre exponiendo lo que ya se sabía. Los experimentos dolorosos con animales vivos, repetidos rutinariamente como meras prácticas de alumnos están prohibidos en algunos países, mientras que en otros se toleran o incluso son mandatorios. Sin embargo, hay que reconocer que algunos experimentos sobre animales vivos son necesarios para obtener conocimientos importantes, que a su vez pueden contribuir a evitar muchos dolores, tanto a los humanes como a otros animales. Es el caso, por ejemplo, de las investigaciones que, desde Pasteur y Koch, han conducido a identificar el origen de las enfermedades infecciosas y a desarrollar antibióticos y vacunas.
El uso de animales no humanos como modelos para probar fármacos y terapias tiene el inconveniente de que muchos fármacos tienen efectos distintos en especies diferentes, por lo que es peligroso extrapolar sin más de otras especies a la humana. Piénsese en el retraso inicial en el descubrimiento de la vacuna de la poliomielitis o en la tragedia de la talidomina, probada primero sólo en animales no humanos y que provocó el nacimiento de gran número de infantes deformes. El conocimiento es un bien y el sufrimiento es un mal. Por ello la curiosidad, que tiende a incrementar el primero, y la compasión, que tiende a reducir el segundo, son pasiones admirables. En las raras ocasiones en que entran en conflicto, se plantea un conflicto moral genuino, sin solución satisfactoria, entre nuestra valoración del avance del conocimiento y nuestro rechazo del sufrimiento provocado. De hecho, no siempre nuestras intuiciones morales van en la misma dirección. Y a este caso se aplican intuiciones divergentes. Varios países han introducido legislación para regular el uso de los animales en la investigación científica, así como comités para evitar los experimentos dolorosos prescindibles, pero todavía no hemos llegado (ni siquiera en el plano teórico) a una solución satisfactoria.
La vivisección
La vivisección es la disección de un animal (el cortarlo en canal o rajarlo) mientras está vivo y consciente. La polémica sobre la vivisección acompañó a la fisiología experimental desde sus inicios. Uno de sus fundadores, François Magendie (1783-1855), era un vivisector entusiasta y desorganizado. Daba sus clases a base de rajar y descuartizar a cachorros de perro vivos delante de sus alumnos, sin el más mínimo empacho ni escrúpulo. Tuvo una poco envidiable fama de sádico. A pesar de ello, descubrió que los nervios anteriores de la médula espinal son motores, mientras que los posteriores son sensoriales (llevan los impulsos al cerebro).
La polémica sobre la vivisección surgió en la época de Claude Bernard (1813-1878), que fue asistente y sucesor en la cátedra de Magendie. Miles de perros abandonados eran llevados a su laboratorio, donde eran sometidos sin anestesia a experimentos a veces muy dolorosos. No todo el mundo estaba convencido de su necesidad. Su ayudante George Hoggan escribió que la mayoría no estaban justificados. En un momento en que se encontraba sin «material» a mano, llegó a viviseccionar el perro de su hija, que no se lo perdonó. De hecho, tanto sus hijas como su mujer odiaban sus experimentos con animales, que denunciaron repetidamente. Su mujer acabó separándose de él en 1869 y sus hijas, como reparación por las barbaridades de su padre con los perros del laboratorio, donaron su dinero a las sociedades antiviviseccionistas. Una de ellas incluso fundó el célebre refugio de Asnières para recoger a los perros salvados de la vivisección.
Claude Bernard no aceptaba la teoría evolucionista de Darwin, que era quien estaba haciendo las contribuciones más fundamentales a la biología, sin torturar a animal alguno. A pesar de todo, hizo avanzar mucho a la fisiología. Estudió la acción de los venenos. Demostró que el veneno curare (empleado en Sudamérica para las puntas de las flechas) paraliza los músculos al evitar que les lleguen los impulsos nerviosos. El médico americano William Beaumont (1785-1853) había tratado a un herido de guerra al que un balazo le había abierto un gran agujero que conectaba el interior de su estómago con el exterior de su cuerpo, aprovechando la situación para analizar el contenido de su estómago bajo diversas circunstancias.
Así se inició el estudio experimental de la digestión, continuado luego por Claude Bernard mediante la creación de fístulas artificiales (tubos) que conectaban diversas partes del aparato digestivo de los perros con el exterior. Bernard mostró que el estómago no es la sede de toda la digestión, como se pensaba, sino solo su antesala. Introdujo comida directamente al inicio del intestino delgado, donde recibía los jugos del páncreas, mostrando que la mayor parte de la digestión tenía lugar en el intestino delgado y que el páncreas tiene un papel importante en la digestión (sobre todo de las moléculas de grasa). Bernard introdujo la idea de homeostasis o equilibrio interno, mostrando que la temperatura interna es regulada por la dilatación y constricción de los vasos sanguíneos, siguiendo instrucciones nerviosas. También mostró que los eritrocitos transportan el oxígeno de los pulmones a los tejidos. Extendió su idea de homeostasis a los niveles de azúcar en la sangre. En 1856 descubrió la presencia de glucógeno (una sustancia parecida al almidón) en el hígado de los mamíferos. Mostró que el hígado podía formar glucógeno a partir del azúcar de la sangre y almacenarlo como reserva, que en tiempos de carencia podía ser reconvertido de nuevo en azúcar. El glucógeno es formado o destruido en proporciones tales que el nivel de azúcar en la sangre permanece constante.
Darwin, que siempre había defendido a los animales, valoraba al mismo tiempo muy altamente el progreso del conocimiento científico, también en el campo de la fisiología. Por ello, aunque apoyó que el Parlamento inglés aprobara una ley contra la crueldad respecto a los animales, no quería que ello impidiese la investigación fisiológica.
Algunos filósofos morales que se han ocupado del tema, como Ray Frey, aceptan un uso limitado de humanes (es decir, hombres o mujeres) mentalmente subnormales y de animales no humanos como sujetos de experimentación, reconociendo, como Peter Singer, que no hay argumentos éticos coherentes para considerar moralmente más a los humanes mentalmente subnormales que a los otros animales. Los humanes en pleno uso de sus capacidades mentales, así como los chimpancés y otros animales superiores, deberían quedar excluidos de la experimentación. Por otro lado, en ciertos experimentos cruciales de la investigación médica y farmacológica, los mejores animales experimentales (los mejores modelos de la reacción humana) somos sin duda nosotros mismos, los humanes, y, después, los animales más sensibles y próximos filogenéticamente a nosotros, como los primates e incluso los mismos chimpancés, lo cual acaba de exacerbar el dilema moral.
Bernard Rollin insiste en que la práctica de la experimentación con animales presupone un juicio de valor implícito y muy discutible, en el sentido de que el pequeño conocimiento obtenido es más valioso que la vida de sufrimiento del animal. Hay que guardarse de causar daño considerable a individuos para favorecer al grupo. Hay que tratar a cada animal de experimentación como un objeto de consideración moral. John Gray ve el mayor problema relacionado con la experimentación en el hecho de que, cuanto más valiosos son los animales como modelos, tanta mayor consideración moral merecen. El filósofo moral Tom Regan toma una postura más tajante y piensa que toda experimentación dolorosa con animales debería ser prohibida sin excepción alguna.
Un caso significativo es el del filósofo canadiense Michael Fox, que en su libro The Case for Animal Experimentation (1986) trató de probar que los animales no son miembros de la comunidad moral y por tanto los humanes no tienen obligaciones morales para con ellos. En su libro Fox pretendía incluir a todos los seres humanos (incluso bebés, subnormales profundos, comatosos y otros individuos incapaces de tomar decisiones morales reflexivas) en la comunidad moral, al tiempo que excluía a todos los animales no humanos. El intento se saldó en fracaso, como el mismo Fox reconoció en sus escritos posteriores, empezando por Animal Experimentation: a Philosopher’s Changing Views(1987), en los que ha propugnado que la obligación moral básica de evitar perjudicar a los demás debe extenderse a los otros animales, por lo que ahora se opone a experimentar con ellos.
Darwin conocía las emociones de los animales, sobre las que había escrito ampliamente. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XX el conductismo indujo a muchos investigadores a adoptar el mito cartesiano de que los animales no son animales (seres con ánima), sino meras máquinas, por lo que no sufren ni tienen emociones, lo cual les servía de coartada para realizar sus experimentos dolorosos sin escrúpulos ni miramientos. Más tarde esta posición tan alejada del sentido común ha ido cambiando y los propios científicos implicados han ido tomando conciencia del problema.
En una reunión de los National Institutes of Health de Estados Unidos en 1996, Gerald Gebhart señalaba que el aparato de sentir dolor es el mismo en todos los vertebrados, por lo que aconsejaba a los investigadores que se guiasen por esta sencilla regla práctica: «si te duele a ti, probablemente también le duele al animal».
Ya en 1959 los biólogos William Russell y Rex Burch enunciaron la nueva estrategia sobre experimentación animal, que desde entonces ha ido siendo mayoritariamente adoptada, basada en las «tres R»: reemplazar (los animales vivos por métodos de cultivo in vitro y otros), reducir (el número de experimentos, evitando duplicaciones y mejorando el análisis estadístico) y refinar (los experimentos, a fin de minimizar el sufrimiento de los animales). Al mismo tiempo, los defensores de los animales lograron fotografiar escenas de chocante crueldad en diversos laboratorios. Cuando estas fotos fueron publicadas, la opinión pública indignada obligó a los legisladores a poner coto a tales prácticas. Así, por ejemplo, en Estados Unidos en 1966 se aprobó la Animal Welfare Act (ley sobre el bienestar animal), enmendada en 1985 para proteger más eficazmente a los primates.
En los ochenta, avergonzados y medio a escondidas, los investigadores americanos decidieron inyectar el HIV (el virus del sida) a casi 200 chimpancés nacidos en cautividad. Esperaban que fueran buenos modelos del sida humano y que enseguida murieran por la infección, por lo que no sufrirían largo tiempo. En contra de esas previsiones, los chimpancés resultaron ser pésimos modelos y ninguno se infectó durante los primeros 13 años del experimento. Los años pasaban, el dinero se acababa y los chimpancés vivían vidas miserables encerrados en edificios sin ventanas y atendidos por cuidadores en trajes «espaciales» aislantes. El experimento fue un fracaso científico y económico, y un desastre moral. Ningún enfermo humano del sida obtuvo el más mínimo beneficio de esa tremenda injusticia causada a 200 parientes próximos sensibles e inteligentes. De hecho, en América hay una población de unos 1.800 chimpancés nacidos en cautividad a disposición de la investigación, aunque no se sabe muy bien qué hacer con ellos. Los jóvenes científicos prefieren no mancharse las manos haciendo sufrir a primates tan inteligentes. Además, la ley obliga a las instituciones a velar por su bienestar, lo que sale bastante caro. Mientras tanto, los chimpancés pasan gran parte del tiempo mirando la televisión.
Sus programas favoritos son los documentales sobre chimpancés. Está emergiendo un consenso moral para excluir al menos a los primates de los suplicios de la vivisección y de la experimentación dolorosa. La mala conciencia condujo al establecimiento de pensiones vitalicias para los chimpancés sobrevivientes de los experimentos con HIV, como compensación por sus injustos padecimientos. En diciembre de 2000, el presidente Clinton firmó la ley conocida como The Chimpanzee Improvement, Maintenance, and Protection Act, aprobada por unanimidad por el Senado y por la Cámara de Representantes. El objetivo de esta ley es proporcionar un sistema de pensiones para los chimpancés previamente usados en la investigación biomédica, sobre todo en la relacionada con el HIV. Clinton declaró que la legislación aprobada «es una valiosa afirmación de la responsabilidad y la obligación moral del Gobierno federal de proporcionar un sistema ordenado que garantice un retiro seguro para los chimpancés sobrantes de la investigación federal y para satisfacer vitaliciamente sus necesidades de refugio y cuidado».