martes, 8 de octubre de 2013

MITO O VERDAD: LA OUIJA O EL JUEGO DE LA COPA

Imagen tomada de BBC Mundo

El indicador o master del ouija y las varitas de radiestesia son apenas dos ejemplos de objetos místicos que parecen moverse solos, cuando realmente los están moviendo las personas que están en contacto con ellos.
El verdadero misterio no es la conexión con el mundo espiritual sino cómo podemos generar movimientos sin darnos cuenta de que los estamos haciendo.
El fenómeno se llama efecto ideomotor y se puede experimentar colgando un pequeño peso -como un botón o un anillo- de una cuerda, idealmente de no más que 30 centímetros de largo.
Al tomar una punta de la cuerda con una mano y estirar el brazo hacia el frente, tratando de mantenerlo completamente quieto de manera que el peso cuelgue sin obstáculos, éste empezará a girar, formando círculos pequeños.

La respuesta
Si quien lo está haciendo se hace una pregunta, cualquier pregunta, y decide que si el peso gira en un sentido de las manecillas del reloj significa "sí" y en el otro "no", a pesar de que se esfuerce por quedarse quieto, el peso empezará a girar para responder la pregunta.
¿Magia? Sólo la magia común cotidiana que es la conciencia. No se trata de una fuerza sobrenatural, sino de movimientos diminutos que la persona está haciendo sin darse cuenta.
La cuerda exagera esos movimientos, la inercia del peso permite que se conserven y se acumulen hasta que se expresan un movimiento de oscilación periódica.
Ese efecto es conocido como el Péndulo de Chevreul, en honor al científico francés del siglo XIX que lo investigó.


miércoles, 25 de septiembre de 2013

PARA RECORDAR A LOS TRADUCTORES PERUANOS

En el blog, Club de Traductores literarios de Buenos Aires, apareció esta nota, que reproduce Jorge Fondebrider, de Isabel Sabogal Dunin-Borkowski sobre el reciente trabajo del académico peruano Ricardo Silva-Santisteban. Aquí les dejo con la nota:

Breve historia de la traducción en el Perú

En marzo de este año, 2013, vio la luz el libro Breve historia de la traducción en el Perú de Ricardo Silva Santisteban. En el mismo el autor hace un recuento de las traducciones realizadas tanto en el Perú, como por peruanos en otras latitudes. Históricamente abarca desde la conquista, a través de la colonia y la República, hasta desembocar en el último libro, publicado ya en el 2013. Nos habla de las traducciones, tanto del quechua al castellano y viceversa, así como de traducciones de lenguas extranjeras al castellano. La temática principal son obras literarias en todos sus géneros, incluida la literatura oral andina y aguaruna, aunque también incluye historia y filosofía. De las diversas lenguas vertidas al castellano, las más comunes son el francés, inglés, alemán y portugués, sobre todo por la traducción de autores brasileños. Pero también se mencionan traducciones de tales idiomas como el chino, japonés, sánscrito, latín, griego, sueco, italiano, finés, danés y polaco. Entre los traductores mencionados están tales maestros del idioma como el Inca Garcilaso de la Vega, cuyo nombre aparece en la carátula del libro, Mariano Melgar, José María Arguedas, César Vallejo, César Moro o Javier Sologuren. Estos son tan sólo unos cuantos de los muchos nombres mencionados. Finalmente el autor se lamenta, comentando que hay cada vez menos traductores literarios en el Perú, debido a la falta de cursos dedicados al tema en las universidades del país. El texto va seguido de una bibliografía detallada, tanto de estudios y antologías de la traducción literaria en el Perú, así como de las publicaciones de los diferentes traductores.

"LA MEMORIA LA DA FORMA A LAS COSAS" ENTREVISTA A TOBIAS WOLFF

Imagen tomada de la Revista de Cultura la Ñ
Comparto con ustedes esta entrevista que le hiciera Andres Hax, de la Revista Ñ, a Tobias Wolff recientemente.

La obra de Tobias Wolff –considerado hace tiempo uno de los preeminentes narradores de la literatura contemporánea estadounidense– se divide en tres géneros: cuento corto, memorias y novelas. Por sus cuentos cortos, que constituyen la mayoría de su obra, en algún momento fue encasillado en una escuela denominada el “realismo sucio”, junto con Richard Ford y su amigo Raymond Carver, entre otros. El periodista Bill Bufford, editor de la revista Granta, inventó este término para designar los autores estadounidenses que, alrededor de los años ochenta, se pusieron a escribir en un estilo minimalista e híper-realista sobre vidas grises al margen del sueño americano. Aunque aplica, Wolff siempre rechazó ese rótulo.

Tanto en los Estados Unidos como en el mundo, Wolff es más conocido por su libro de memorias Vida de este chico , de 1989, en parte porque fue adaptada exitosamente al cine en 1993 con Leonardo DiCaprio y Robert De Niro en los papeles principales (debemos mencionar que, inexplicablemente, está disponible entera en YouTube). Este libro, junto con la novela Vieja escuela (2003) se deberían leer juntos, uno tras otro, porque serían algo así como dos volúmenes de la vida de Wolff –aunque una sea memoria y la otra ficción.

Los padres de Wolff se separaron cuando él era todavía un niño. Se quedó con su madre en tanto su hermano (que también terminó siendo autor y escribiendo una memoria sobre su adolescencia) se quedó con el padre. La madre de Wolff era soñadora y viajera y se mudaba con frecuencia en busca de esa gran oportunidad que le modificara la vida. Nunca la encontró. En cambio, se terminó casando con un hombre mezquino y tirano que los llevó –madre e hijo– a vivir a un pequeño pueblo industrial llamado Concreto (porque la industria exclusiva del pueblo era fabricar hormigón). Allí, Wolff pasó su adolescencia, dividiendo su tiempo entre los boy scouts y una vida llena de crónicas de delincuencia.

Se salvó de ese mundo delictivo postulando a una beca para asistir a una prestigiosa y tradicional escuela privada de la Costa Este. Pero lo hizo con trampa, falsificando cartas de recomendación y los datos de su currículum académico. Sólo duró dos años. Aunque le iba bien en las materias de letras no estaba preparado para las exigencias de las clases de ciencias y matemáticas. Fue expulsado antes de graduarse. Sin saber qué hacer de su vida y ya con la idea de que iba ser escritor, entró voluntariamente en el ejército, en plena guerra de Vietnam. Sobre su experiencia en combate escribe en otro gran libro de memorias, En el ejército del faraón , publicado en 1994.

Al terminar el ejército Wolff logró una extraordinaria hazaña entrando –esta vez por puro esfuerzo y sin trampa– a la universidad de Oxford. Allí estudió Letras. Desde entonces, su vida ha estado dedicada a la escritura. Mientras tanto se ha ganado la vida como profesor de Escritura Creativa en varias universidades de los Estados Unidos, y desde 1997 en Stanford.

Tanto en su escritura como en su apariencia y en la modulación de su voz, Wolff es un hombre medido, sobrio y contundente. Tras una adolescencia tumultuosa culminada por servicio de combate en Vietnam, se dedicó a la difícil meta de convertirse en escritor. Al final de En el ejército del faraón , Wolff escribe: “Al escribir trabajas por un resultado que durante años no conseguirás ver y no puedes asegurar que lo terminarás logrando. Requiere fuerza y maestría sobre uno mismo. Demanda estas cosas de ti, y después te las devuelve con un algo extra, una sorpresa para seguir con ese esfuerzo. Te fortalece y te limpia la cabeza. Lo sentía mientras ocurría. Me estaba salvando la vida con cada palabra que escribía.” Hablamos con Wolff por teléfono a fines de agosto, antes de su llegada a Buenos Aires invitado al FILBA. Lo queríamos aprovechar tanto como profesor de escritura como escritor en sí.

Para entender sus motivaciones al elegir en qué género va a escribir cuando encara un libro, le pregunto: ¿“Vieja escuela” podría haber sido escrita como memoria y “Vida de este chico” como novela?
Me parecía que al escribir Vieja escuela –tomaré ese caso primero–, para darle poder a esa narración, realmente necesitaba inventar y comprimir bastante. Y una vez que comienzas a inventar concientemente, tienes que reconocer lo que estás haciendo y decirte a ti mismo: estoy escribiendo ficción. Una vez que te has anunciado que estás escribiendo ficción te has dado una gran libertad. Puedes hacer o decir lo que quieras. Entonces, muchos de los eventos que ocurren en Vieja escuela nunca sucedieron. Algunos sí. Robert Frost visitó nuestra escuela, entre otros escritores. Pero inventé mucho de lo que él dice. Yo soy más joven que el narrador de mi libro. Y como un niño más joven dentro de los grados me tocó sentarme en uno de los asientos de atrás cuando vino Frost a mi colegio a dar un discurso, entonces ni escuché demasiado. Pero la invención en el libro me permitió darle una forma a la narrativa que mi experiencia verídica no hubiera tenido. Como una memoria no lo podría haber llevado al punto tan decidido como hice en la ficción. Por otro lado, me parece que mi crianza, vista de cierta manera, tenía una forma narrativa. Obviamente, siempre estamos dándole forma al pasado cuando lo describimos. Estas omitiendo cosas, estamos enfatizando otras. Y la memoria en sí misma es una narradora. La memoria le da forma a las cosas. Hay un proceso inconsciente de dar forma que ocurre aun antes de que comiences a escribir desde la memoria. Y con las elecciones que tomas, estás dando forma otra vez más. Pero en el caso de Vida de este chico no inventé. Las cosas que escribo sucedieron de verdad: de la forma que pasaron y en los tiempos que digo que pasaron. Me hice responsable de esto porque al libro iban a leerlo mi hermano, mis amigos, mi familia. En un sentido, entonces, escribí ese libro bajo la mirada de otras personas. Ellos sabían qué era verdad y qué no. Nunca discutieron mi visión de los eventos.
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DÉCIMO ANIVERSARIO DEL FALLECIMIENTO DE EDWARD SAID

Imagen tomada del Informador.com.mx
Edward Said falleció el 25 de septiembre de 2003 en Nueva York a causa de leucemia
Con motivo del décimo aniversario del fallecimiento de este notable académico, se han publicado algunos artículos que establecen una semblanza del intelectual y sus ideas. Por esta razón, comparto el artículo de Manuel Montobbio publicado en su blog "Ideas subyacentes" y la nota periodística del Informador "Legado de Edward Said continúa a 10 años de su muerte".


De los efectos del orientalismo y el reto de su superación. En el décimo aniversario del fallecimiento de Edward Said


Por:  25 de septiembre de 2013

Se cumplen, precisamente hoy, diez años del fallecimiento de Edward Said. Y precisamente por eso concluye hoy la aproximación al orientalismo que hemos venido acometiendo, a modo de homenaje, en anteriores entradas de este blog. Una aproximación que nos ha llevado a la consideración en éstas - De Oriente, el orientalismo y Edward SaidDel por qué, para qué y cómo del orientalismo; y De Oriente y el Islam - de su qué, por qué y para qué, cómo y dónde, tras lo que cabe preguntarse por sus consecuencias y efectos. Si entre ellas hubiera que destacar esencialmente dos, tales serían la orientalización de Oriente y la exaltación de las diferencias entre éste y Occidente. 

    Orientalización de Oriente, construcción de un espejo cóncavo a través del que lo contemplamos y de alguna manera existe, en el que existe, gracias al cual existe. En el que – nos dice Said - “un hombre oriental primero era un oriental y sólo después era un hombre”; “despojar de humanidad a otra cultura, a otro pueblo y a otra región geográfica” a partir del cual resulta posible la orientalización de Oriente. Que plantea como reto fundamental, para la desorientalización del mismo, la desconcavización o relación inversa: hacer que un hombre oriental – o de cualquier otra cultura o zona geográfica – sea antes un hombre que un oriental. Contemplar en dicha cultura, pueblo o zona geográfica a la humanidad en Oriente o donde sea, con sus especificidades, sí, pero con los sueños y angustias compartidas por todo el género humano también. 

    Exaltación y potenciación de las diferencias al tiempo que limitación de las relaciones humanas, pues “cuando se utilizan las categorías de oriental y occidental como punto de partida y de llegada de un análisis, una investigación o un asunto político… los resultados que se obtienen normalmente son, por un lado, la polarización de la distinción: el oriental se vuelve más oriental y el occidental más occidental y, por otro, la limitación de las relaciones humanas entre las diferentes culturas, tradiciones y sociedades”.

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viernes, 9 de agosto de 2013

DILEMAS ÉTICOS EN LA EXPERIMENTACIÓN ANIMAL


Esta texto de Jesús Mosterín apareció originalmente en el número 6 (2009) de la revista CIC Network y lo reproducimos en su integridad por su interés.

Muchos de los problemas éticos que plantea la investigación biomédica se refieren al uso de animales no humanos en la experimentación de laboratorio. Con frecuencia los que patrocinan o realizan experimentos traumáticos o dolorosos con animales no humanos pretenden justificarlos con el argumento de que los resultados pueden beneficiar a la salud de algunos seres humanos, como si estuviera justificado causar cualquier daño o sufrimiento a un animal no humano con tal de obtener algún beneficio para un animal humano. Desde luego, en muchos casos no se consigue ni eso. Pero lo más grave es el carácter no científico del prejuicio especieísta en que se sustenta el argumento. El supuesto de que hay un gran abismo entre los animales humanos y los no humanos, por lo que los primeros merecerían un respeto moral absoluto, mientras los segundos no merecerían respeto moral alguno, no tiene nada que ver con la visión científica del mundo.

A veces se plantea la ininteligible pregunta de en qué se diferencia el hombre del animal. No podemos preguntarnos en qué se diferencian las donostiarras de las mujeres, porque las donostiarras son mujeres. ¿En qué se diferencian los cuervos de las aves? Obviamente, en nada, porque los cuervos son aves. ¿En qué se diferencian los hombres de los animales?

Obviamente, en nada, pues los hombres son animales. Lo que sí tiene sentido es preguntarnos en qué se diferencian unas aves de otras o unos animales de otros. ¿En qué se diferencian los hombres de los cuervos? En muchas cosas; por ejemplo, en hablar y tener dientes los primeros, pero no los segundos, que sin embargo tienen pico y ponen huevos, a diferencia de los primeros. ¿En qué se diferencian los hombres de los chimpancés, nuestros más próximos parientes? Por el lado humano, en la posición erecta y la marcha bípeda, en la pinza de precisión de la mano (en que el pulgar toca a la yema de los otros dedos), en ciertas diferencias anatómicas que afectan a las caderas, rodillas y hombros, en el tamaño y ciertos detalles del córtex cerebral, y, en definitiva, en los genes y factores de trascripción que determinan esos caracteres diferenciales. Por eso, aunque ni el hombre ni el cuervo ni el chimpancé se diferencien del animal, el hombre se diferencia del cuervo, el cuervo se diferencia del chimpancé, y el chimpancé se diferencia del pulpo.

La creciente consideración moral de los animales y la preocupación por evitar la crueldad en nuestra relación con ellos han llevado a poner en entredicho gran parte de los experimentos dolorosos realizados sobre animales vivos. Muchos de esos experimentos son innecesarios y carecen de justificación.

Diversos fabricantes de productos como pintalabios o detergentes someten sus productos a pruebas y experimentos dolorosos, de los que son víctimas inocentes millones de conejos, cobayas y otros mamíferos sensibles, sometidos a torturas y mutilaciones rutinarias. Uno de los experimentos más frecuentes es la prueba o test de Draize. Consiste en aplicar dosis exageradas del producto (por ejemplo, champú) a uno de los ojos de un conejo inmovilizado por el cuello hasta producir úlceras, llagas, hemorragias y ceguera, mientras el otro ojo sirve de control comparativo.

El conejo, enloquecido de dolor, a veces se rompe la columna vertebral tratando de liberarse y escapar. En otras pruebas (las de dosis letal) se obliga a los animales a ingerir detergentes y otros productos nocivos, y se observan sus reacciones (convulsiones, erupciones cutáneas, diarreas, etc.). Parece obvio que la experimentación dolorosa con animales para fines meramente cosméticos o de limpieza es innecesaria y debería estar prohibida (en vez de requerida por la ley, como ocurre en algunos países).

De hecho, e incluso antes de que llegue la prohibición, un número creciente de clientes (sobre todo mujeres) manifestaron su oposición absoluta a que se haga sufrir tanto a animales inocentes con fines tan frívolos, y empezaron a boicotear a las empresas que toleraban tales prácticas. Como respuesta, las empresas de cosméticos más conocidas (como The Body Shop y Avon) enseguida renunciaron voluntariamente a la investigación con animales vivos y empezaron a anunciar en sus productos que ningún animal había sufrido para desarrollarlos. Que se sepa, la seguridad de los consumidores no ha salido perjudicada, con lo que ha hecho patente la inutilidad de gran parte de esos experimentos.

Otras veces la investigación es seria y científicamente valiosa, pero los resultados se obtienen a través del sufrimiento de animales inocentes, lo que da lugar a dilemas éticos peliagudos. Un caso especialmente delicado lo constituye el uso de animales en la investigación farmacológica o biomédica. Muchos experimentos son repetitivos (por ejemplo se repiten en Europa los controles con animales ya realizados en Estados Unidos), otros no sirven para nada excepto para que alguien publique un artículo mediocre exponiendo lo que ya se sabía. Los experimentos dolorosos con animales vivos, repetidos rutinariamente como meras prácticas de alumnos están prohibidos en algunos países, mientras que en otros se toleran o incluso son mandatorios. Sin embargo, hay que reconocer que algunos experimentos sobre animales vivos son necesarios para obtener conocimientos importantes, que a su vez pueden contribuir a evitar muchos dolores, tanto a los humanes como a otros animales. Es el caso, por ejemplo, de las investigaciones que, desde Pasteur y Koch, han conducido a identificar el origen de las enfermedades infecciosas y a desarrollar antibióticos y vacunas.

El uso de animales no humanos como modelos para probar fármacos y terapias tiene el inconveniente de que muchos fármacos tienen efectos distintos en especies diferentes, por lo que es peligroso extrapolar sin más de otras especies a la humana. Piénsese en el retraso inicial en el descubrimiento de la vacuna de la poliomielitis o en la tragedia de la talidomina, probada primero sólo en animales no humanos y que provocó el nacimiento de gran número de infantes deformes. El conocimiento es un bien y el sufrimiento es un mal. Por ello la curiosidad, que tiende a incrementar el primero, y la compasión, que tiende a reducir el segundo, son pasiones admirables. En las raras ocasiones en que entran en conflicto, se plantea un conflicto moral genuino, sin solución satisfactoria, entre nuestra valoración del avance del conocimiento y nuestro rechazo del sufrimiento provocado. De hecho, no siempre nuestras intuiciones morales van en la misma dirección. Y a este caso se aplican intuiciones divergentes. Varios países han introducido legislación para regular el uso de los animales en la investigación científica, así como comités para evitar los experimentos dolorosos prescindibles, pero todavía no hemos llegado (ni siquiera en el plano teórico) a una solución satisfactoria.

La vivisección

La vivisección es la disección de un animal (el cortarlo en canal o rajarlo) mientras está vivo y consciente. La polémica sobre la vivisección acompañó a la fisiología experimental desde sus inicios. Uno de sus fundadores, François Magendie (1783-1855), era un vivisector entusiasta y desorganizado. Daba sus clases a base de rajar y descuartizar a cachorros de perro vivos delante de sus alumnos, sin el más mínimo empacho ni escrúpulo. Tuvo una poco envidiable fama de sádico. A pesar de ello, descubrió que los nervios anteriores de la médula espinal son motores, mientras que los posteriores son sensoriales (llevan los impulsos al cerebro).

La polémica sobre la vivisección surgió en la época de Claude Bernard (1813-1878), que fue asistente y sucesor en la cátedra de Magendie. Miles de perros abandonados eran llevados a su laboratorio, donde eran sometidos sin anestesia a experimentos a veces muy dolorosos. No todo el mundo estaba convencido de su necesidad. Su ayudante George Hoggan escribió que la mayoría no estaban justificados. En un momento en que se encontraba sin «material» a mano, llegó a viviseccionar el perro de su hija, que no se lo perdonó. De hecho, tanto sus hijas como su mujer odiaban sus experimentos con animales, que denunciaron repetidamente. Su mujer acabó separándose de él en 1869 y sus hijas, como reparación por las barbaridades de su padre con los perros del laboratorio, donaron su dinero a las sociedades antiviviseccionistas. Una de ellas incluso fundó el célebre refugio de Asnières para recoger a los perros salvados de la vivisección.

Claude Bernard no aceptaba la teoría evolucionista de Darwin, que era quien estaba haciendo las contribuciones más fundamentales a la biología, sin torturar a animal alguno. A pesar de todo, hizo avanzar mucho a la fisiología. Estudió la acción de los venenos. Demostró que el veneno curare (empleado en Sudamérica para las puntas de las flechas) paraliza los músculos al evitar que les lleguen los impulsos nerviosos. El médico americano William Beaumont (1785-1853) había tratado a un herido de guerra al que un balazo le había abierto un gran agujero que conectaba el interior de su estómago con el exterior de su cuerpo, aprovechando la situación para analizar el contenido de su estómago bajo diversas circunstancias.

Así se inició el estudio experimental de la digestión, continuado luego por Claude Bernard mediante la creación de fístulas artificiales (tubos) que conectaban diversas partes del aparato digestivo de los perros con el exterior. Bernard mostró que el estómago no es la sede de toda la digestión, como se pensaba, sino solo su antesala. Introdujo comida directamente al inicio del intestino delgado, donde recibía los jugos del páncreas, mostrando que la mayor parte de la digestión tenía lugar en el intestino delgado y que el páncreas tiene un papel importante en la digestión (sobre todo de las moléculas de grasa). Bernard introdujo la idea de homeostasis o equilibrio interno, mostrando que la temperatura interna es regulada por la dilatación y constricción de los vasos sanguíneos, siguiendo instrucciones nerviosas. También mostró que los eritrocitos transportan el oxígeno de los pulmones a los tejidos. Extendió su idea de homeostasis a los niveles de azúcar en la sangre. En 1856 descubrió la presencia de glucógeno (una sustancia parecida al almidón) en el hígado de los mamíferos. Mostró que el hígado podía formar glucógeno a partir del azúcar de la sangre y almacenarlo como reserva, que en tiempos de carencia podía ser reconvertido de nuevo en azúcar. El glucógeno es formado o destruido en proporciones tales que el nivel de azúcar en la sangre permanece constante.

Darwin, que siempre había defendido a los animales, valoraba al mismo tiempo muy altamente el progreso del conocimiento científico, también en el campo de la fisiología. Por ello, aunque apoyó que el Parlamento inglés aprobara una ley contra la crueldad respecto a los animales, no quería que ello impidiese la investigación fisiológica.

Algunos filósofos morales que se han ocupado del tema, como Ray Frey, aceptan un uso limitado de humanes (es decir, hombres o mujeres) mentalmente subnormales y de animales no humanos como sujetos de experimentación, reconociendo, como Peter Singer, que no hay argumentos éticos coherentes para considerar moralmente más a los humanes mentalmente subnormales que a los otros animales. Los humanes en pleno uso de sus capacidades mentales, así como los chimpancés y otros animales superiores, deberían quedar excluidos de la experimentación. Por otro lado, en ciertos experimentos cruciales de la investigación médica y farmacológica, los mejores animales experimentales (los mejores modelos de la reacción humana) somos sin duda nosotros mismos, los humanes, y, después, los animales más sensibles y próximos filogenéticamente a nosotros, como los primates e incluso los mismos chimpancés, lo cual acaba de exacerbar el dilema moral.

Bernard Rollin insiste en que la práctica de la experimentación con animales presupone un juicio de valor implícito y muy discutible, en el sentido de que el pequeño conocimiento obtenido es más valioso que la vida de sufrimiento del animal. Hay que guardarse de causar daño considerable a individuos para favorecer al grupo. Hay que tratar a cada animal de experimentación como un objeto de consideración moral. John Gray ve el mayor problema relacionado con la experimentación en el hecho de que, cuanto más valiosos son los animales como modelos, tanta mayor consideración moral merecen. El filósofo moral Tom Regan toma una postura más tajante y piensa que toda experimentación dolorosa con animales debería ser prohibida sin excepción alguna.

Un caso significativo es el del filósofo canadiense Michael Fox, que en su libro The Case for Animal Experimentation (1986) trató de probar que los animales no son miembros de la comunidad moral y por tanto los humanes no tienen obligaciones morales para con ellos. En su libro Fox pretendía incluir a todos los seres humanos (incluso bebés, subnormales profundos, comatosos y otros individuos incapaces de tomar decisiones morales reflexivas) en la comunidad moral, al tiempo que excluía a todos los animales no humanos. El intento se saldó en fracaso, como el mismo Fox reconoció en sus escritos posteriores, empezando por Animal Experimentation: a Philosopher’s Changing Views(1987), en los que ha propugnado que la obligación moral básica de evitar perjudicar a los demás debe extenderse a los otros animales, por lo que ahora se opone a experimentar con ellos.

Darwin conocía las emociones de los animales, sobre las que había escrito ampliamente. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XX el conductismo indujo a muchos investigadores a adoptar el mito cartesiano de que los animales no son animales (seres con ánima), sino meras máquinas, por lo que no sufren ni tienen emociones, lo cual les servía de coartada para realizar sus experimentos dolorosos sin escrúpulos ni miramientos. Más tarde esta posición tan alejada del sentido común ha ido cambiando y los propios científicos implicados han ido tomando conciencia del problema.

En una reunión de los National Institutes of Health de Estados Unidos en 1996, Gerald Gebhart señalaba que el aparato de sentir dolor es el mismo en todos los vertebrados, por lo que aconsejaba a los investigadores que se guiasen por esta sencilla regla práctica: «si te duele a ti, probablemente también le duele al animal».

Ya en 1959 los biólogos William Russell y Rex Burch enunciaron la nueva estrategia sobre experimentación animal, que desde entonces ha ido siendo mayoritariamente adoptada, basada en las «tres R»: reemplazar (los animales vivos por métodos de cultivo in vitro y otros), reducir (el número de experimentos, evitando duplicaciones y mejorando el análisis estadístico) y refinar (los experimentos, a fin de minimizar el sufrimiento de los animales). Al mismo tiempo, los defensores de los animales lograron fotografiar escenas de chocante crueldad en diversos laboratorios. Cuando estas fotos fueron publicadas, la opinión pública indignada obligó a los legisladores a poner coto a tales prácticas. Así, por ejemplo, en Estados Unidos en 1966 se aprobó la Animal Welfare Act (ley sobre el bienestar animal), enmendada en 1985 para proteger más eficazmente a los primates.

En los ochenta, avergonzados y medio a escondidas, los investigadores americanos decidieron inyectar el HIV (el virus del sida) a casi 200 chimpancés nacidos en cautividad. Esperaban que fueran buenos modelos del sida humano y que enseguida murieran por la infección, por lo que no sufrirían largo tiempo. En contra de esas previsiones, los chimpancés resultaron ser pésimos modelos y ninguno se infectó durante los primeros 13 años del experimento. Los años pasaban, el dinero se acababa y los chimpancés vivían vidas miserables encerrados en edificios sin ventanas y atendidos por cuidadores en trajes «espaciales» aislantes. El experimento fue un fracaso científico y económico, y un desastre moral. Ningún enfermo humano del sida obtuvo el más mínimo beneficio de esa tremenda injusticia causada a 200 parientes próximos sensibles e inteligentes. De hecho, en América hay una población de unos 1.800 chimpancés nacidos en cautividad a disposición de la investigación, aunque no se sabe muy bien qué hacer con ellos. Los jóvenes científicos prefieren no mancharse las manos haciendo sufrir a primates tan inteligentes. Además, la ley obliga a las instituciones a velar por su bienestar, lo que sale bastante caro. Mientras tanto, los chimpancés pasan gran parte del tiempo mirando la televisión.

Sus programas favoritos son los documentales sobre chimpancés. Está emergiendo un consenso moral para excluir al menos a los primates de los suplicios de la vivisección y de la experimentación dolorosa. La mala conciencia condujo al establecimiento de pensiones vitalicias para los chimpancés sobrevivientes de los experimentos con HIV, como compensación por sus injustos padecimientos. En diciembre de 2000, el presidente Clinton firmó la ley conocida como The Chimpanzee Improvement, Maintenance, and Protection Act, aprobada por unanimidad por el Senado y por la Cámara de Representantes. El objetivo de esta ley es proporcionar un sistema de pensiones para los chimpancés previamente usados en la investigación biomédica, sobre todo en la relacionada con el HIV. Clinton declaró que la legislación aprobada «es una valiosa afirmación de la responsabilidad y la obligación moral del Gobierno federal de proporcionar un sistema ordenado que garantice un retiro seguro para los chimpancés sobrantes de la investigación federal y para satisfacer vitaliciamente sus necesidades de refugio y cuidado».

Tomado íntegramente de Cuaderno de Cultura Científica


martes, 23 de julio de 2013

DIFERENCIAS Y SEMEJANZAS ENTRE EL CEREBRO Y LA COMPUTADORA

El siguiente es un video realizado por la Universidad Politécnica de Valencia y Medianomedia, que es financiado por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) del Ministerio de Economía y Competitividad. Es el primero de una serie de cinco capítulos en los que se explica las diferencias entre el cerebro y la computadora.


EL ESPIRITISMO ANTE LA CIENCIA

Video tomado de la revista Muy interesante.

Primera parte del documental




Segunda parte del documental


sábado, 20 de julio de 2013

"UN ELOGIO DE LA FACILIDAD"


Francisco Gutiérrez Sanin

Hace ya más de tres décadas, Estanislao Zuleta pronunció su justamente celebrada conferencia “Elogio de la dificultad”. Este texto maravilloso hace parte ya del patrimonio de la reflexión social en Colombia, y no ha perdido nada del vigor, la frescura y el sentido de descubrimiento que tuvo cuando circuló por primera vez. Referencia obligada, aparece con inexorable regularidad en nuestros debates públicos. Tiene todavía miles de seguidores entusiastas, entre quienes me cuento. Creo que esta es una de las pocas mayorías a las que todavía pertenezco de manera sólida, así que preservo con especial cuidado mi carné de miembro del club de fans del famoso “Elogio”.

Y sin embargo... tengo que confesar que desde que leí el ensayo encontré un par de aristas desagradables, alguna que otra estridencia, un par de afirmaciones demasiado rotundas cuyo mismo énfasis me sugería inseguridad. Con los años, estas sordas molestias, que atacan en momentos inesperados, han ido minando no mi admiración por el texto –que acaso crece a medida que tomo distancia de él– pero sí mi entusiasmo por el programa que expone. Como recordará el lector iniciado, este es claro y directo. Queremos, dice Zuleta, un mundo de seguridades y tranquilidades, amores eternos, verdades firmes, nichos seguros. “Deseamos mal”. Esto es fuente continua de intolerancia y males sociales, y de la incapacidad de desarrollar nuestras propias potencialidades individuales. En la sociedad actual, ese ideal pedestre inevitablemente empobrece, y bloquea el progreso “sin descanso” hacia “una altísima existencia” (citas del Fausto). 

Puedo acompañar a Zuleta en su denuncia de la nostalgia por “comunidades humanas no problemáticas” y en su magnífica retórica contra la intolerancia fundamentalista. Pero me queda difícil seguirlo un paso más allá. Pues el resto del argumento se basa en dos supuestos sumergidos y eminentemente dudosos. El primero es el de que existe una jerarquía clara (no problemática, precisamente) entre los ideales de realización humana. ¿Quién es este pontífice para decirme que deseo mal? ¿Quién decide qué es una “existencia altísima” y cuál se mueve apenas a ras de piso? ¿Cuál es el rasero que me permitiría ordenar linealmente, de menor a mayor, al panadero, el habitante del Cartucho, el campeón de boliche y el literato? Zuleta, recogiendo una veta que se halla claramente en Marx, parece guiarse por un ideal que es a la vez revolucionario y apasionadamente elitista: gregario en sus aspiraciones, pero realizado en concreto a través del rechazo al comportamiento de la masa. El infierno es la normalidad, ese terreno del filisteo. Pues bien: todo lo que ha pasado en los últimos treinta años ha subvertido esta comodona jerarquía de letrado. Si la historia social reciente contiene un mensaje común, ese es que estas facilidades de las gentes corrientes, estos sus nichos tranquilitos y sus ensueños aparentemente ingenuos, son mucho más diversos, múltiples y complejos de lo que supone el “Elogio”. Si el cambio tecnológico reciente implica una consecuencia común, ella es la multiplicación de puntos de acceso a la opinión de todas las voces, desde desfachatados blogueros y tuiteros hasta usuarios de YouTube que quieren mostrar su mascota al mundo. En esta forma de democracia sin intermediarios, se impone inevitablemente el gusto medio. Una cacofonía exhibicionista, sí, pero llena de vida. El triunfo del filisteo, sí, pero de un filisteo que por lo menos es capaz de burlarse de sí mismo y hacerle muecas al mundo, a lo Homero Simpson.

El universalismo jerárquico de Zuleta, precisamente por estar irreparablemente fechado, es en todo caso refrescante en un período en el que la moda intelectual se mueve más bien en la dirección de un solipsismo alegre y vacuo. El segundo supuesto zuletiano carece de esa virtud redentora. Puede enunciarse así: la renuncia a la comodidad, la capacidad de ponerse en cuestión a sí mismo permanentemente, nos empuja al mundo de la dificultad y por lo tanto desata nuestras capacidades creadoras. ¿No les resulta inverosímil esta sicología un poco histérica? Cierto: la capacidad de introspección y el autoanálisis son virtudes loables y, dirían algunos, una de las características de la mirada específicamente moderna (no, no lo creo: aunque eso ya es otro tema). Pero los grandes creadores realmente existentes no fueron, ni son, optimizadores globales, sino locales. A menudo, empobrecieron sistemáticamente su vida para alimentar una vocación que, en este caso, operó a la manera de un agujero negro. La expectativa lírica según la cual a una obra extraordinaria o rica ha de corresponder una vida extraordinaria o rica resulta ser mucho más la excepción que la regla en literatura, música, filosofía, matemáticas, pintura; y me imagino que también en destrezas como hacer trinos destacados, tener una buena página de Facebook o hacer un video excepcional para YouTube. Sí, sí: están Johnny Nash y Évariste Galois; Bartók y Callas; Rimbaud y Maiakovski. Pero la norma son tipos y tipas pedestres, brutalmente irreflexivos, algunos puros rufianes o (la mayoría) simplemente insustanciales. Lograron sus propias “cumbres altísimas”precisamente porque fueron capaces de sustraer energía nerviosa y tiempo a otras áreas, a menudo a través de atajos y trampas, y de una actitud refractaria frente a las virtudes que con tanto vigor elogia Zuleta, como la capacidad de ponerse en los zapatos de los demás y admirar la diversidad.

Claro: este construía su argumentación desde una metanarrativa teleológica. Llegaríamos en algún momento a un tipo de sociedad en la que los seres humanos, liberados de sus cadenas, podrían adquirir una capacidad de autorrealización en la práctica infinita. Pero en la historia humana conocida, en la que ya sucedió, las cumbres a menudo dependen funcionalmente de las simas, y las facilidades (en plural) constituyen el único respiro desde el que podemos recuperar energías y tomar impulso para hacer lo que nos proponemos. Esa masa enorme de tiempo que se va en facilidades y rutina es no solo un repositorio de la energía nerviosa indispensable para la construcción de artefactos culturales complejos, sino el trasunto real y concreto de la vida humana.

Texto tomado de la revista El Malpensante

"ELOGIO DE LA DIFICULTAD"


Estanislao Zuleta

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.

Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica.

Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas.

Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal.

En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida.

En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido.

Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.

Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien máscaras de malignos propósitos.

En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro –y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la “causa” absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.

Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular –todos lo son– como la designación misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira.

El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por la participación, separan un interior bueno –el grupo– y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.

Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que cae el concepto de respeto.

No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una critica, válida también en principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción apocalíptica de la historia las normas y las leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.

Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado, estimado sólo negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la desidealización sucede el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente superior.

Lo más difícil, lo más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.

Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica: Es decir, el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasaos y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro no es más que de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.

Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.

La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.

En el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad.

Dostoievski nos enseño a mirar hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana: van sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón.

Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
"También esta noche, tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor. 
Y alientas otra vez en mi la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia".


Texto tomado de El Abedul

miércoles, 10 de julio de 2013

DEJAR DE ESCRIBIR, DEJAR DE SUFRIR

El escritorio de Alice Munro. Dijo que no escribirá más (Ian Willms. The New York Times)
El mes pasado la autora Alice Munro -considerada un Chéjov de nuestros días- anunció que dejará de escribir. El año pasado lo hizo también Philip Roth. Ambos declararon sentir un enorme alivio al tomar la decisión. Aunque esto de jubilarse públicamente es una novedad en el mundo de los escritores, hay una larga tradición de abandonos a la literatura. Esta nota cuestiona si para un escritor comprometido es realmente posible dejar de escribir.

Andrés Hax
El lunes The New York Times reportó que la aclamada escritora canadiense de cuentos cortos, Alice Munro, anunció que no iba escribir más. Ya había amagado con el retiro voluntario en el 2006, cuando dijo en una nota al Toronto Globe and Mail: “No sé si tengo la energía para seguir haciendo esto”. Sin embargo, en 2012 sacó su libro número 14. Pero ahora, a punto de cumplir 82 años, dice que el abandono es definitivo. “Me siento un poco cansada, pero agradablemente. Tengo una sensación agradable de ser como cualquier otra persona”, le dijo a The New York Times. Agregó, sin embargo: “También significa que me he quedado sin la cosa más importante en mi vida. No la cosa más importante. La cosa más importante era mi marido, y ahora se han ido los dos.”

Cualquier persona que presta atención a las noticias sobre escritores ya habrá pensado en el ejemplo reciente de Philip Roth, que también anunció, el noviembre del año pasado, quedejaba de escribir. Sobre su computadora, en su departamento en Nueva York pegó un Post-It que decía: “La lucha con escribir se ha terminado.” En una entrevista, también con The New York Times, dijo: “Miro ese apunte toda las mañanas y me da una gran fortaleza.”

Munro, por su lado, dijo que el ejemplo de Roth –quien cumplirá 80 años en Marzo– le había inspirado muchísimo en tomar su decisión: “Pongo mucha fe en Philip Roth. Parece estar tan contento ahora.”

Hace sólo una generación alguien de ochenta años ya era un anciano, pero hoy hay varios ejemplos de personas de esa edad que están tan lúcidos, sanos y activos como una persona de la mitad de su edad. En literatura podemos citar a Cormac McCarthy, que a los 79 años está por estrenar una película cuyo guión escribió. James Salter, que con 88 años acaba de publicar una novela extraordinaria. William H. Gass, también acaba de publicar una contundente novela. Como Salter, tiene 88.

Todo esto nos lleva a una serie de preguntas abstractas: siendo un escritor de verdad, ¿se puede dejar de escribir?; ¿se puede jubilar –de veras– un escritor?; ¿escribir es sufrir? ¿escribir es una condena –y la manera de liberarse de esa condena– los dos al mismo tiempo?

Munro y Roth no son los primeros escritores en abandonar la literatura. Lo que los distingue es que han declarado su retiro públicamente. Viendo algunos casos históricos, tal vez podamos sugerir posibles respuestas a estas preguntas que acabamos de plantear.

El abandono más famoso –y más enigmático– de la vida literaria es el de Arthur Rimbaud (1954-1891). Entre los 16 y los 20 años escribió poemas que lo han ubicado en los puestos más altos del panteón de la literatura universal. Pero los últimos 17 años de su vida, aproximadamente, vivió otra vida, completamente amputado de la literatura. No hay una carta, o un ensayo, o un registro de una conversación que explique este abandono. ¿Se le fue el don? ¿Dijo todo lo que quiso o pudo en esos cuatro años dionisíacos de su juventud? No se sabe.

Menos dramático, pero casi igual de misterioso, es el caso de J.D. Salinger (1919-2010). Tras escribir casi 20 cuentos y una novela que aun hoy son venerados, abruptamente y sin aviso, alrededor de los 42 años, dejó de publicar. Vivió hasta los 91 años. Aún se especula y se espera que haya una gran obra secreta póstuma, porque lo único que salido a la luz hasta ahora es una serie de postales que escribió a un amigo en Inglaterra. Su contenido es tan banal que si no fuera por la figura que las escribió no tendrían ningún valor literario. Como Rimbaud, nadie puede afirmar por qué dejó de escribir. ¿Se cansó? ¿Le pareció una actividad impura espiritualmente? (Tenía un interés documentado en el budismo Zen). No se sabe.

Más cerca a nuestros tiempos está el penoso caso de David Foster Wallace (1962-2008). A los 34 años publicó una gigantesca novela –La broma infinita– que fue un éxito en todos los términos posibles: lo hizo famoso, lo estableció como El Escritor de su generación… Pero también le impuso un estándar para superar que le resultó insoportable. Temía que nunca podría escribir, nuevamente, una cosa parecida. De hecho, nunca lo hizo. Se suicidó a los 46 años, ahorcándose en su garaje –que usaba como estudio– encima de una prolija pila de carpetas que eran el manuscrito de la novela que se publicó de manera póstuma e incompleta, con el titulo El rey pálido. Aunque Foster Wallace abandonó la escritura de la forma más definitiva –la muerte– su biógrafo, D.T. Max asegura que estaba pensando seriamente en abandonar la literatura y tal vez dedicarse a cuidar perros abandonados. ¿Su suicidio fue, básicamente, una forma de dejar de escribir? No se sabe.

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