viernes, 4 de noviembre de 2011

LA MUERTE ESA CIEGA GUARDIANA DEL SINSENTIDO

Ruanda, recordar y perdonar

Realmente es imposible hacer una comparación entre el exterminio de los judíos en Europa oriental, durante los años cuarenta del siglo pasado, y el de Ruanda, en África central, durante los noventa. Dice el Talmud que una catástrofe sufrida personalmente no se puede comparar con una que solamente se está investigando. Así pues, si bien en ambos casos desafortunadamente han perecido millones de almas, para los judíos el primero está directamente relacionado con nuestros propios padres, familiares y amigos, maestros y rabinos a quienes hemos conocido íntima y personalmente; en el caso de Ruanda se trata de desconocidos, con características indefinidas, y caras que no reconocemos. Les pregunto: ¿cuál de las dos masacres fue peor, la de ellos o la nuestra?


Cabe, en este momento, hacerse las siguientes preguntas: ¿a quiénes se debe recordar?, ¿quién los asesinó? Y, en general, ¿podemos absolver y perdonar a quienes fueron nuestros enemigos? En ambas instancias las respuestas son más complicadas y más ambiguas que las respuestas oficiales. Pero, lo más importante del problema es que las respuestas que obtenemos provienen de lado y lado de los protagonistas del conflicto y, obviamente, cada una de las partes tiene sus propios intereses. ¿Cuáles intereses vamos a dejar a un lado? ¿Los de ellos o los del pueblo judío?
Ruanda es un país pequeño y pobre que fue colonia francesa y durante el año de la masacre contaba cerca de 7.5 millones de habitantes. A la mayoría de estos habitantes se les conocía como tutsis y la mayor parte de los demás eran los hutus. Durante el tiempo de su dominio, los franceses favorecieron a los hutus: se les ayudó a enriquecerse y se les concedieron diversos privilegios. Debido a eso se presentaron varios conflictos, aun antes de la independencia del país, porque los hutus eran más ricos, mejor educados (según las normas occidentales) y se les permitía servir en las fuerzas armadas y ascender a grados de oficiales. Así como los ingleses hicieron en Palestina todo lo posible para fortalecer a los árabes contra los judíos, los franceses hicieron todo lo que estaba a su alcance para enemistar a los hutus con los tutsis, con miras a dejar un aliado fuerte en Ruanda en el evento de que, Dios no lo quisiera, tuvieran que abandonar el país. Pensaban que podían dejar un buen amigo con el cual fuera posible conversar, aunque fuera por debajo de cuerda, y así poder seguir manejando los asuntos internos, si se veían forzados a desalojar. Cuando finalmente los franceses se fueron de Ruanda (en forma bastante abrupta), quedó allí un número bastante reducido de representantes de la ONU, con el objeto de “mantener el orden hasta cuando el nuevo país pudiera hacerlo por sí mismo”. Sin embargo, el pequeño contingente de Naciones Unidas no pudo tampoco controlar las turbas enardecidas y se vio obligado a retirase y abandonar el país. En ese momento comenzó para los tutsis el verdadero infierno.
El Ejército y la Policía, que eran controlados por los hutus (y otras gentes salvajes, pertenecientes a tribus más pequeñas), se lanzaron al exterminio, fusilamiento y degüello con machetes, de los desconcertados y desarmados tutsis. Los belgas y los ingleses de los países y las colonias vecinas se desentendieron mirando para otro lado, y los demás países africanos, recién independizados, simplemente no sabían cómo proceder y tampoco tenían los medios. ¡Nada que hacer! El deplorable resultado fue un genocidio de una magnitud que rara vez el mundo había presenciado, ni antes ni después. Aún hoy en día, no se ha podido obtener un cálculo confiable del número de muertos, que seguramente excedería un millón, además de los heridos y los desplazados, que sumaron otro millón. Estos números se aplican a una población que en ese entonces representaba la misma cantidad de gente que habitaba el casco urbano de Nueva York.




Una de las primeras actividades del nuevo gobierno fue el establecimiento de ceremonias y días para recordar y para la reconciliación. Los cientos de miles de muertos, que aún estaban tirados por las calles, fueron enterrados en fosas comunes grandes (en una sola de las grandes, que se llamó Kigali, se enterraron más de 300.000 cadáveres) en diferentes sitios del país. También se dispusieron unos doscientos cementerios regionales más pequeños. Se ven como parquecitos cubiertos de concreto con pequeñas cruces y con piedras blancas que los circundan. En estos cementerios, el gobierno realiza anualmente “Los días del recuerdo y la reconciliación”, en memoria de los caídos. Durante los acontecimientos, cada sobreviviente en Ruanda perdió por lo menos un familiar. Las ceremonias intentan desarrollar en cada persona una conciencia nacional y una identidad como ruandeses que les sirva para sobreponerse a las identidades que antes los dividían: hutus y tutsis.
Durante los rituales se escuchan menos plegarias y más nuevas canciones nacionalistas, discursos pronunciados por los que recuerdan y los penitentes. Hombres y mujeres participan en estos nuevos rituales. Proveen autobuses para movilizar alumnos de escuelas y universidades. De hecho, en esta celebración se percibe cierta continuidad en las costumbres populares antiguas, con las cuales se expresaba el luto entre las familias, y las actuales ceremonias estatales. Esto con el objeto de recordar a los caídos y, al mismo tiempo, crear el nuevo pueblo ruandés y fortalecer los sentimientos nacionales.
Los ruandeses deben recordar también que no todos los hutus fueron exterminadores. Durante esos aciagos días, algunos hutus también perdieron familiares y amigos, y se arriesgaron para defender y esconder a tutsis. Sin embargo, aún existe la costumbre de referirse a esos oscuros días como “los tiempos de las matanzas por los hutus”, y ese epíteto es contrario al interés en reunir a toda la población como el pueblo ruandés, que debe definirse ahora como el pueblo unido, tanto de los hutus como de los tutsis. Por eso se debe ser muy cauteloso al escoger y enseñar canciones, poemas y recuerdos que se refieren a esas terribles épocas de hace no más de quince o dieciséis años. Las heridas de todos son aún muy recientes y muy dolorosas, y de repente, inadvertidamente, se utiliza una frase que va en contravía de la nueva política y que, incluso, puede expresar algo en desacuerdo con lo que la persona quiso decir en ese momento o coyuntura.


La verdad es muy complicada y nadie la carga en el bolsillo. Algunas personas comienzan a comprender la situación mejor de lo que la entendían al comienzo. También es necesario documentar las muertes, pero ante todo es necesario llegar a la conclusión de que las solas fosas comunes no ayudan, en este momento, para arribar a la verdad inicial de lo que realmente ocurrió en Ruanda. Las fosas comunes se utilizan también cuando suceden desastres naturales como temblores de tierra, huracanes, derrames submarinos de petróleo, explosiones volcánicas, inundaciones, tsunamis, epidemias, etc. La gran diferencia es que ninguno de los anteriores conduce a hacer un examen de conciencia; es allí donde se debe ser cuidadoso antes de unificar el espíritu. Como dijo (y con razón), el gran historiador y filósofo Ernest Renan, “Para crear una conciencia nacional, una derrota puede ser más útil que una victoria”. Porque una derrota por lo menos despierta los deberes de reconstrucción, reconciliación, y la necesidad de acordar la paz, tanto con el pasado como cada uno con el otro. Ésa es la gran tarea a la que el gobierno y el pueblo de Ruanda se han comprometido en el último decenio. Los felicitamos por lo que han logrado hasta ahora. Nadie sabe mejor que nosotros, los judíos, lo difícil que puede resultar un trabajo de éstos para aquellos que lo quieren emprender en serio. Precisamente en este momento en el que, finalmente, comenzaron los juicios contra los instigadores de las matanzas, es muy importante que mostremos nuestra solidaridad con los que sufrieron en Ruanda. ¿Quiénes, si no nosotros, deben entender y sentir su dolor y su resentimiento?

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